Corazón limpio, mirada limpia

Por el padre Miguel Ángel
padre.miguel.angel@hotmail.com


Una pareja de recién casados, se fue para un barrio muy tranquilo.

En la primera mañana en la casa, mientras tomaba café, la mujer miró a través de la ventana, que una vecina colgaba sábanas en el tendedero.

¡Qué sábanas tan sucias cuelga la vecina en el tendedero!

Quizás necesita un jabón nuevo… ¡Ojalá pudiera ayudarla a lavar las sábanas!

El marido miró callado.

Y así, cada dos o tres días, la mujer repetía su discurso, mientras la vecina tendía sus ropas al sol y el viento.

Al mes, la mujer se sorprendió al ver a la vecina tendiendo las sábanas limpiecitas y dijo al marido:

¡Mira, ella aprendió a lavar la ropa! ¡Le enseñaría otra vecina!

El marido le respondió:

¡No, hoy me levanté más temprano y lavé los vidrios de nuestra ventana!

Y la vida es así.

Todo depende de la limpieza de la ventana, a través de la cual observamos los hechos. Antes de criticar, quizás sería conveniente verificar si hemos limpiado el corazón para poder ver más claro.

“No juzgues y no te juzgarán”
La frase es de Jesús, en la que afirma claramente que el hombre no tiene derecho de juzgar a su prójimo Lc 6,41-42) y que Dios toma en cuenta y tiene mayor consideración por el que no hace el papel de Dios juzgando a los demás. El asunto de juzgar corresponde a Dios y no al hombre (Mt 7, 1-5). Claro está que Jesús no habla en contra de los jueces, miembros de una orden jurídica que tienen la función de emitir juicios para el bien de la sociedad. Pero ahí es necesario una enorme e increíble humildad para que el juicio se haga con ánimo tranquilo y con justicia. El que no es humilde y no tiene amor al ser humano, jamás juzgará rectamente. Es propio de las personas que viven juzgando a los demás ser orgullosas, fatuas, llenas de sí mismas o falsas, crueles, mentirosas y profundamente egoístas.

El que vive encontrando defectos en los demás y se afana por sacar conclusiones respecto de lo que ve, corre el riesgo de caer en ridículo. No todo lo que vemos es precisamente lo que parece. Recuerdo a un adolescente de once años que recibió una tremenda paliza de su padre porque parecía imposible que no fuese el autor de un incendio en el cuarto en que jugaba fuego. Todos los juzgaban por las apariencias, todos lo recriminaban. El alegaba que había salido unos veinte minutos antes y que apagó las velas antes de salir. Más tarde los peritos concluyeron que, realmente el fuego había comenzado fuera del cuarto, en una instalación contigua.

A veces la gente tiene afán por declarar que alguien cometió un error y juzgan tener la evidencia de ello. Pero un examen serio y justo de los acontecimientos demuestra que casi nunca la gente vio lo que es objeto de que se acuse a otro. La mayor parte de las veces la conclusión puede estar equivocada.

Muchas amistades se han acabado y muchas personas han sufrido inocentemente por causa de ese maldito hábito de juzgar a los demás. Si todos los juicios fueran correctos, el mundo sería un paraíso. Pero no lo son. Poquísimas personas se dan al trabajo de ir hasta el fondo para saber la verdad. Los hombres juzgan muchas veces según las apariencias. Ahí comienza el pecado y el sufrimiento. Pide a Dios que te ayude a no juzgar nunca a los otros. Harías mejor descubriendo lo bueno que hay en cada ser humano. Ten cuidado pensando que nadie es perfecto, No juzgues nunca los actos de otro, dejando a Dios la responsabilidad de emitir el juicio. ¡Ese sí será paternal, amistoso y justo!

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