Volver a ser niño

Por Juan Flores García

En la vida de los humanos existen fantásticos universos de riña y pesadilla, principalmente la de los niños a veces tienen puntos de contacto; pero no siempre se les recibe una impresión cuando sucede, por lo que la creación de la imaginación acude a la mente infantil como oleadas inevitables. A mi memoria vienen mis cinco hermanos, todos menores que yo, cuatro hombres y una mujer de los cuales guardo memoria más o menos desde los cuatro años. Nacimos en esta hermosa tierra al poniente de la ciudad y vivíamos por temporadas en Guadalajara lo cual hace más interesante mi vida porque conocí varios, por no decir todos lo barrios que existieron en la antigua capital, cuando era completa; sin cortes, como decíamos cuando íbamos al cine a ver alguna de aquellas antiguas películas de la época bajo la estricta vigilancia de la iglesia al clasificarlas.

Cuando el jefe del hogar ejercía su ley, con la mano dura y a como diera lugar, mi mamá procuraba no acumular más carga con quejas sobre nuestras “fechorías”; buscaba apaciguar los ánimos porque conocía el carácter de mi padre y la “jefa” mediaba, eso sí, tenía un límite para tolerarnos.

Eran esos tiempos decimos, en que todo nos parecía bonito y no sólo lo parecía, fue bonito. Como dije, mis hermanos son menores y por tanto yo cuidaba de ellos, era responsable del cuidado y bienestar de todos, mi papá me dio rienda suelta para reprenderlos.

No era del todo difícil cuidarlos porque no fuimos muy seguidos de nacimiento, les llevaba, cuatro, seis y doce años. De los tres hombres mayores, de los que nos fuimos por la entonces brecha, después de rodar y rodar mucho tiempo cuando reinaba una comunicación tan bonita entre uno y los árboles; se aguzaba el oído para escuchar el ruido de las chicharras, el zumbido del “caballito del diablo”, el arrullo lejano de las “conguitas”, o las rápidas carreras de las liebres entre los breñales.

Entre más nos alejábamos de Tepa íbamos sintiendo la necesidad de mirar los árboles, el manso y lejano mugido de las vacas que pastaba a los lados del camino era un lamento apagado. Alguna noche, por descompostura del camión en que viajábamos teníamos que pasarla a campo raso. Bajo la lluvia en medio de la noche, sonaba el aullido de algún coyote, vagando en la inmensidad de los potreros, se me figuraba un llanto desolado, como si buscara a un hijo perdido.

El fin del viaje; entrar a la orilla de San Pedro Tlaquepaque, atravesar por las calles de aquel pintoresco pueblo, caminar un gran trecho hasta llegar a la Garita para meternos a Guadalajara, llegar con un pariente (nos dejaban a domicilio) yo al cuidado de mis hermanos.

El acomodo; no era difícil encontrar vivienda, nos tocó habitar una enorme casa prestada por el rumbo de Analco, su dueño tenía un establo por el rumbo de San Andrés luego Villa Mariano Escobedo, ahí mismo distribuía la leche y vivía con su esposa y dos hijas mayores que la ayudaban en su trabajo.

Contaba con un carro jalado por dos mulas para el uso de su granja y en el llevaba a entregar la leche. Esta vez no extrañamos el cambio porque el barrio de Analco tenía costumbres de pueblo y nos sentíamos en nuestro lugar. Contaré que esta ocasión cargamos con un marranito recién nacido, regalo hecho a mi hermano de cuatro años menor que lo quería tanto que hasta quería dormir con él. Creció y se le puso en un lugar adecuado en el corral siendo motivo de diversión y entretenimiento.

Pero a los cuatro o cinco meses el gozo se fue al pozo, pues el marrano ya gordo sirvió para un buen festín para celebrar el bautizo del cuarto de mis hermanos, convirtiéndose en una responsabilidad más para mi cuidado.

Todo esto recopilado dio como resultado vivir la alegría de convivir y conservar el entusiasmo de sentirme joven hasta el día de la raya, con el camino tan recorrido compartiendo penas y alegrías como cuando jugábamos a las canicas, el yo-yo, el trompo y el balero. Así recordando uno de tantos viajes que cuando éramos niños realizamos mi familia y yo a la ciudad de Guadalajara, y que aún lo tengo muy presente, y por eso decimos que así fue Tepa en el tiempo.

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