Educando a los hijos

Por Juan Flores García, jofloreso@prodigy.net.mx

Educar, ¡qué palabra más profunda! Hacer que el pequeño se vuelva grande, que el impotente adquiera robustez. Curtir al niño corporal y espiritualmente. Cuántos sacrificios, cuánta abnegación, cuántas lágrimas, cuántas preocupaciones. Con frecuencia y en las más variadas formas se tendría que recordar este espíritu de sacrificio a los padres que fácilmente lo olvidan. Con frecuencia habríamos de meditar nuestra tremenda responsabilidad. No para sacar esta consecuencia de como siempre se dijo, y aún se sigue pensando, “más vale no tener hijos”, sino para hacer a conciencia todo lo que esté a nuestro alcance por la futura felicidad de nuestros hijos. Claro que este deber trae grandes sacrificios, pero tambien reporta grandes alegrías.

¿Qué es lo que comunica a los padres la alegría, el consuelo, la paz, minetras van educando, enseñando, alimentando y defendiendo a los hijos? Sin duda que el cumplimiento del deber más santo que les impone la ley positiva y la ley natural. Y si nos llena un sentimiento de bienestar al cumplir cualquier clase de deber, esto ocurre con mayor razón y en más alto grado si al cumplimiento de este deber son unidos los intereses terrenos y eternos del individuo.

Para que los padres fueran capaces de este sacrificio constante, Dios sembró en su corazón el más hermoso de los sentimientos: el amor paterno. Este amor es inagotable ya que lo alimentan tres fuentes: cada cónyuge ama al niño porque es un trozo vivo de su propia carne, porque desde que el niño fue purificado por las aguas bautismales es hijo adoptivo de Dios. Este amor de los padres no puede ser sustituido por nadie. Pueden educar al niño en buenas instituciones convirtiéndose en un sustituto de amor (si es que llegara a faltar el amor de los padres) pero que ni de lejos se parecería al amor paterno.

En el momento en que el agua bautismal cayó sobre la frente del niño, Cristo sembró en su alma el germen de la vida sobrenatural y es deber magnífico de los padres, una verdadera misión sacerdotal. Miles de ocaciones se ofrecen a los padres y particularmente a la madre de levantar con amor cada vez más caliente hacia el Padre Celestial el alma del niño que está desenvolviendose.

Dichoso el niño que recibe de sus padres este Don riquísimo. Si varias veces hemos mencionado el papel que debe desempeñar de un modo especial la madre, es porque la experiencia ha demostrado que ella es, y no el padre, quien logra una influencia más amplia, íntima e intensa en el campo de la educación hogareña. Es la madre por tanto maestra del hogar. Si al tratarse de pecados o desvaríos del hombre suele decirse “busca la mujer”, al alabar sus virtudes ha de decirse con mayor derecho “buscar a la madre”.

¡Ojalá todas la madres tuvieran conciencia de esta dignidad sobrenatural! Desde que la Virgen María sostuvo en sus brazos al Niño Dios todas las madres llevan una corona invisible. Una corona que muchas veces se parece a la corona de espinas de Nuestro Señor.

¡Ojalá supiera cada mujer, que si bien el hombre puede suplirla con ventaja en casi todo, hay una misión de vida en la cual nadie es capaz de sustituirla! La misión de la madre educadora del hijo. ¡No debiera ser esta madre comprendida no solamente un día al año! Este día es objeto de atracción mercantil, en su nombre se promueve la gran venta de toda clase de objetos para regalo.

Honremos a nuestra madre viva o difunta con amor permanente toda la vida. ¡Dichoso el ser que en las innumerables desgracias de la vida tiene un punto firme para apoyarse! El amor de su madre.

Felicidades a todas las madres en su día y que el Señor las bendiga siempre.

Con esto decimos que así fue Tepe en el Tiempo.

Publicar un comentario

0 Comentarios