En algún pueblo lejano se usaron programas sociales para favorecer a un
grupo de amigos.
Ese pueblo es tan lejano que,
espero, su historia se antoja novelesca, pintura surrealista, imagen
distorsionada de la realidad. Pero me la contaron y yo, hoy, sólo la transcribo.
No hay acusaciones; sólo narrativa.
Cuentan que tras una breve ausencia en el
poder, un reducido grupo de ese pueblo optó por acomodar a unos amigos para que
fuesen las caras visibles de las decisiones. Así tuvieron a los “negociantes” y
a los “funcionarios”.
Los negociantes sabían cómo hacer el negocio;
obvio. Los funcionarios, hacían que las cosas funcionaran. Más que obvio.
Los negociantes tenían contactos “más arriba”,
todos conocían el “cómo” de las reglas operativas de programas sociales, montos,
tiempos, condiciones, comprobaciones. Eran expertos en bajar recursos del
gobierno central. A estos no les interesaba el sueldo, ni la pose. Ellos venían
por el negocio.
Los funcionarios, en cambio, no tenían ni la
menor idea del “cómo”, no tenían contactos, ni información, ni conocimiento.
Ellos solo operaban, autorizaban, firmaban y se tomaban la foto “pa´l face”.
En aquél pueblo lejano, la economía era todo
un mito: unos decían que abundaba la economía. Otros se lamentaban la falta de
dinero, “no alcanza ni para el chivo”.
Esos contrastes fueron aprovechados por los
funcionarios para justificar sus acciones, sus proyectos. Había gente de ese
pueblo lejano que necesitaba recibir algo, lo que fuera, a cambio de guardar el
secreto, de no descubrir cómo se obtenían los beneficios: “Ustedes reciben,
reparten y firman. Nosotros compramos, entregamos y ganamos”. Eran las
condiciones.
Y así, se fueron entregando calentadores
solares, por decenas, en colonias pobres de aquel lejano pueblo.
Así también se planearon baños, pisos, paredes
y techos.
El dinero fluyó en el pueblo lejano. Los
pobres recibieron su agua caliente. Sus ladrillos y sus escusados.
¿Cuánto costaron los materiales?,
¿A quién se le compró el material?, ¿Cuál garantía tienen las obras?
Esas son preguntas sin respuestas.
Porque en aquél lejano pueblo,
nadie preguntaba nada. Se estiraba la mano, se agradecía el apoyo y se guardaba
silencio.
De no ser por un inconforme comerciante, que
supo el “cómo” operaba, funcionaba y se hacía el negocio. Nadie en ese pueblo
lejano se habría enterado de nada.
Desde entonces, en aquel lejano pueblo no pasa
nada. No se hacen obras, ni baños, ni casas, ni calles, ni cementerios. Vamos,
no se contratan ni empleados que no sean familia, militantes o subordinados de
los negociantes.
Desde entonces, la duda de las obras, de sus
costes, de sus proveedores, cubre las cuentas del gobierno de aquel lejano
pueblo.
La sospecha de que alguien aprovechó la
ignorancia, el momento y las reglas de operación, pesan, desde entonces, en
aquel lejano pueblo.
Y pobre de ese pueblo, que piensa que pobres
somos nosotros. Acá no pasan esas cosas. Acá lo que abunda es la transparencia,
la honestidad, la rendición de cuentas. Acá todos están al pendiente de las
compras del gobierno, hasta los comisionados de compras y de transparencia. Acá
no hay mochilas ni mochadas.
Pobre de ese pueblo lejano, que piensa que los
pobres somos nosotros…
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