Santos y santas alegres





Por el padre Miguel Ángel

San Agustín (año 400) era muy tratable, alegre, chispeante. Le gustaba mucho hablar con el pueblo. Le encantaba tener amigos para charlar con ellos y compartir penas y alegrías. El rey San Eduardo (año 1066) era tan amable que nunca dio un regaño amargo ni siquiera al último de sus empleados. Sus órdenes les daba como pidiendo favores y todos sus colaboradores sentían por él un cariño como de hijos buenos a un padre bondadoso.
San Juan de la Cruz  (año 1591) llevaba siempre un rostro tan risueño y amable que su presencia atraía vocaciones para su comunidad. Santa Teresa de Jesús (año 1550) tenía como lema de sus comportamientos: “Por dentro del alma las penas y los sufrimientos, por fuera una muralla de sonrisas”.
A los demás no hay por qué andar amargándoles la vida con las demostraciones de nuestras amarguras. Santa Micaela (año 1865), fundadora de la comunidad religiosa que cuida a las mujeres en peligro, insistía en que para tener éxito en el apostolado se necesitan dos cualidades: Mucha oración y una gran dulzura y amabilidad exterior en el trato. Con esta dos virtudes logró ella ganarse la simpatía y el salvar el alma de mujeres dificilísimas de tratar, que corrían gravísimo peligro de condenación eterna.
Muchas veces los fabricantes de imágenes tienen la culpa de que nos imaginemos a los santos y santos como personas tristes y antipáticas.
Decía San Juan Bosco: “Un santo triste es un triste santo”, eso quiere decir que no se llevan bien la tristeza y la santidad.
Por el contrario de lo que sí podemos estar seguros es que una persona verdaderamente santa nos transmite su santidad por medio de una cara alegre y sonriente.
Todo recordamos que uno de los frutos del Espíritu Santo es precisamente la alegría junto con la caridad, la paz, la paciencia y la castidad.

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