Al cielo en cuerpo y alma


Por el padre Miguel Ángel
padre.miguel.angel@hotmail.com

El 15 de agosto, es un día grande para todos nosotros, un día de intensa alegría, porque estamos celebrando el triunfo de nuestra Madre y por la esperanza que tenemos de que también nosotros un día triunfaremos como Ella, si procuramos imitarla y tenerle devoción.

La Santísima Virgen merecía que su cuerpo no permaneciera en el sepulcro al terminar su vida en este mundo, hasta que llegara la resurrección de los muertos, sino que está en el cielo en cuerpo y alma al lado de su Hijo Jesucristo.

En el año de 1950, el Papa Pío XII, solemnemente  declaró como dogma de fe la Asunción de la Santísima Virgen y pronunció las siguientes palabras:

“Convenía que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad, conservara su cuerpo también después de la muerte libre de la corruptibilidad.

Convenía que aquella que había llevado al Creador como un niño en su seno, tuviera después su mansión en el cielo.

Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la Cruz y cuya alma había sido atravesada por la espada del dolor en el momento del parto, lo contemplara a la derecha del Padre.

Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda criatura como Madre y Esclava de Dios.

Por todo ello, la augusta Madre de Dios, unida a Jesucristo de un modo arcano (misterioso) desde toda la eternidad, por un mismo y único decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su vida divina maternidad, asociadas generosamente a la obra del Divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, alcanzó finalmente, como suprema coronación de todos sus privilegio, el ser preservada inmune de la corrupción del sepulcro y a mitigación de su Hijo, vencida la muerte, ser llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, para resplandecer allí como reina a la derecha de su Huijo, el Rey inmortal de los siglos”.

Este privilegio, por el que Dios preservó de la corrupción del sepulcro el cuerpo virginal de María, es como la corona suprema de todos los privilegios concedidos por Dios a su santísima Madre. Muy bien lo expresó Pío XII en su carta encíclica “Munificentísimus Deus”, con estas palabras: “Declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios siempre Virgen María, terminado el curso de su carrera terrestre, fue elevaba en cuerpo y alma a la gloria del cielo”.

La raíz profunda de donde brotan todos los privilegios a la dignidad  altísima de ser Madre de Dios. Porque, si el arca del Antiguo Testamento en que se habían de guardar las tablas de la Ley, por ideen de Dios, fue fabricada de oro purísimo, cuánto más el arca del Nuevo Testamento, morada del Hijo de Dios hecho Hombre, había de ser en su cuerpo de manera incorruptible por la perpetua virginidad y en su alma chapeada de oro purísimo por privilegio de su inmaculada concepción . De ahí las palabras de Pío XII: “La Inmaculada Madre de Dios siempre Virgen María”.

Por el privilegio de la Inmaculada Concepción, Dios preservó a María, su Madre, del pecado original, corrupción del espíritu; por el privilegio de su virginidad sin mancha, la preservó inmune de la corrupción de su cuerpo virginal; finalmente, por el privilegio de su Asunción en cuerpo y Alma a los cielos, la preservó inmune de la corrupción del sepulcro.

María no debía incurrir en aquella maldición que Dios echó al hombre cuando le dijo: “Polvo eres y en polvo te has de convertir” Y eso por varias razones:

a) Por la pureza virginal de María, guardada con firmeza extraordinaria y con grande constancia durante toda su vida, debía ser premiada con premio extraordinario, conservando la entereza de cuerpo tan puro sin corrupción por toda la eternidad.

b) Si el salmista dijo de Jesús: “No permitirás que tu santo vea la corrupción”, igualmente debía decirse de María, ya que en su alma santa nunca hubo mancha de pecado que la remordiese.

c) La carne de Jesús es como una misma cosa con la carne del cuerpo de María, su purísima Madre.

Dichosos nosotros, acudamos a María con nuestras súplicas pues, coronada reina del cielo, es nuestra mejor abogada. Sentada a mano derecha de Jesús, allí la tiene el Hijo, vuelta su mirada hacia ella eternamente, en ella nosotros, los hombres, tenemos abogada; El Espíritu Santo, Esposa; El Padre, Hija; Los ángeles, Reina y todas las criaturas, Señora.

Llevamos siempre en los labios y sobre todo en el corazón, las palabras de aquél santo jesuita que se llamó Juan Berchmans: “Madre mía, esperanza mía”.

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