Esas viejas… amistades


Por Gonzalo “Chalo” de la Torre Hernández
chalo2008jalos@hotmail.com

Hace algunos ayeres y casi unos antieres su servidor era un abstemio irredento, por lo cual mis compañeros y amigos me elegían como el conductor designado los fines de semana y que tenían ganas de ingerir, con un moderado exceso, de esas bebidas que por un gran exceso lo ponen a uno incróspido, turulato, etílico, elevado, enajenado; borracho, pues.

Mucho antes que las campañas oficiales promovieran ese “status” de seguridad, ya había muchas personas con responsabilidad que solicitaban de un amigo que “sacrificara” sus deseos del beber, para convertirlos en el “deber” por la seguridad comunitaria. Es una buena práctica y desde luego muy recomendable. Además es más barato, pues casi elimina la posibilidad de un accidente. 

Una sugerencia: si gusta tomar algo, pida un “campechaneado”; esto es, un vaso con un chingo de hielo, refresco de cola y agua mineral. Con un poquito de imaginación le sabrá a tequila, pero sus efectos serán un total equilibrio y reflejos garantizados. Si acaso, acudirá con una mayor frecuencia al baño, pero de ahí no pasa.

En una de esas andanzas de fin de semana “vaporosa”, el conductor lleva a cinco compañeros a un “centro de salud”: ¡salud! Y comienza la merecida diversión para quien toda la semana se entrega con alma vida y corazón al trabajo productivo. Entre esa luces estroboscópicas e irisadas, escotes amplios y criterios aún más amplios, faldas cortas, piernas largas  que bailan con la cadencia natural y sensual del oleaje de un mar de noche plenilunada, al compás de la música guapachosa, el alcohol discurre y se escurre entre el cuerpo y alma apareciendo la alegría incondicional.

Bueno, la cosa es que luego de esa etapa nocturna de libaciones sin medida razonable, el resultado lógico fue que excepto el conductor “amigable”, todos iban pero bien briagos y ninguno supo cómo llegó a su casa; bueno, sólo yo supe más o menos cómo cada quién durmió en su camita.

Todos vivían en la misma colonia, una del Infonavit. Al llegar a ella…¡horror!. Todas las casas son iguales, lo mismo que los andadores y para chingarla de acabar…¡del mismo color! Sácate las babuchas. ¿y ahora? Pues yo empecé a repartir según mi memoria acerca de los domicilios correspondientes. Llegaba a una casa, tocaba, dejaba el “casi cadáver” a la puerta y corría al carro para seguir “repartiendo”. El culmen fue a la hora de entregar al último borrachillo; llego llevando a rastras al último compañero y al momento de tocar, se abre intempestivamente la puerta y aparece una señora de amplios horizontes (gorda, pues) con unos tubos en el pelo como Doña Florinda, con una cara más fea que un carro por abajo y con unos ojotes de sorpresa, me reclamó: Oiga, ése no es mi marido.

En una graciosa, oportuna y veloz huída, alcancé a decir alzando la voz al tiempo que mis pies casi volaban; ¡lo siento, es lo que le tocó, señora!

Hombre, en horas de la madrugada, con las casas iguales y los colores similares… antes digan que los llevé a su colonia. Digo, ya es ganancia, ¿no?

En realidad, con la venia de quienes me favorecen enormemente al leer mis ocurrencias, ésta, trata de ser un homenaje a mis compañeros y amigos en una empresa que marcó para siempre mi fe en la humanidad y en el valor de la amistad. Sé que caeré en el pecado de la omisión pues mi memoria no alcanza para todos, aunque sí para la mayoría, pero va para Pancho Lomelí, Miguel Gutiérrez Coronel, Venancio Madera, Miguel Angel Barajas, Rubén González Becerra, Mónica Sánchez, Alicia Ruano Ruano (una de las mujeres más hermosas que he conocido), Mario de la Torre, Luis Díaz Alvarez y entre muchísimos más, a mi compañero, pariente, ex jefe y excelente amigo, Silvestre Hernández Martín, que por cierto tiene en Tepa una lonchería “chiquita”, por ahí casi frente a la Cruz Roja.

Todos ellos contribuyeron a forjar en mí el espíritu de servicio y el deseo permanente de superación y aprendizaje. El alma no tiene llenadera. No señor.

Por cierto, Silvestre lleva ese nombre porque nació el 31 de diciembre de 1940 después de las diez de la noche, un poco antes del comienzo del año nuevo. O sea, estuvo a punto de ser el primer niño del año de gracia de 1941 en una época que la mercantilidad aún no le concedía importancia a ese hecho. A Silvestre y familia le guardo un enorme cariño, respeto y gratitud. Le decíamos “el chavo del ocho” por sus ocurrencias y niñerías que aparecían entre su mar de sabiduría y buen humor.

La verdad para que no parezca comercial, no deseo mencionar el nombre de la empresa, pero produce “Gansitos”. En una ocasión un compañero que surtía en el penal de Puente Grande, olvidó o por alguna razón, no le imprimieron en el brazo el sello que indicaba que era un proveedor con derecho a salir sin mayor revisión que la del vehículo. 

A la hora de salir, al no mostrar el sello que representaba el salvoconducto, le impidieron obviamente la salida. El argumentaba: soy de Marinela, ahí trabajo. El custodio le respondió: No importa, aquí cae de todo, de Bimbo, de Marinela, de las botanas y de los refrescos.

Luego de algunas horas de verificación y de un gran susto, salió libre al comprobar que sólo se trató de un proveedor que olvidó solicitar el sello correspondiente.

La amistad es un regalo de Dios que cada uno de nosotros elige entre lo mejor que nos rodea. Recordar y apreciar aún a través de la distancia y el tiempo a los viejos amigos, no tiene precio.

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