Por Oscar Maldonado Villalpando
Como el sol, la luna y las estrellas
que necesariamente aparecen
para cumplir su deber en el universo.
Así también cuando empieza cada año,
miles de peregrinos se hacen al camino,
al camino sufrido para ir a visitar
la Virgencita de San Juan de los Lagos.
Para la última semana de enero
la meta se mira ya muy cercana,
es subir la cuesta del Cañón de Jalpa
pasando Casas Blancas, la Cruz de Piedra,
el Corral del Monte, ya en la llanura alteña
de San Diego de Alejandría y San Julián.
Bajan por El Toro Gato, El Mentidero, a eso de medio día
la jornada termina en El Puerto del Amolero o la Puerta del Aire.
Los grandes camiones hacen un círculo
como Fortaleza inexpugnable.
Llevan más de una semana de camino,
los pies se resisten a un paso más.
Se camina de madrugada con un frío atroz
propio de estas alturas, bien cubiertos;
luego el sol se levanta y hay que protegerse
también de sus rayos penetrantes.
Una nube interminable de tierra blanca
marca el camino por las lomas,
otrora solitarias y ahora invadidas por este contingente de la fe.
Ahora viene la pausa, la comida caliente,
las tiendas están listas, y a descansar.
En el camion insignia van las imágenes,
el altar, ahí descansan los estandartes.
Muchos jóvenes participan desde Zamora y Pénjamo,
ellos también le brindan su regalo a la Virgen de San Juan.
Las abuelas sostienen esta tradición,
los hombres responsablemente se encargan de las máquinas,
las mujeres hacen su cocina temporal; casi sobre las rodillas
preparan el chile del molcajete.
En cinco días estarán entrando fervorosos
a la Catedral Basílica de San Juan,
cansadísimos, casi deshechos pero felices
de haber llegado, de haber cumplido con la Virgen.
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