Tepatitlán en el Tiempo

Los escribanos

Por Juan Flores García

El que por oficio público está autorizado para dar fe de los actos que pasan ante él; éste es el escribano. De niños oíamos decir a nuestros mayores que iban con el escribano para arreglar algunos papeles. Nuestros abuelos y padres, utilizaban a estas personas para que legalizaran por medios de un documento, todo aquello que fuera necesario asegurar. Aplicaban aquel dicho: “Hables en letras y caiga en barbas”. Había personas “abusonas”, decían. Ahora se les llama de otra manera a estos tipos que cometen engaños. La hipoteca siempre ha sido la garantía de un pago por algo obtenido por préstamo. Ambas partes, deudor y prestamista, iban con el escribano para que por medio de un documento, sellaran el acuerdo entre ambos.
Hace tiempo que uno de los locales del Mercado Centenario (anterior al actual) por la calle de Abasolo estuvo Don Pedro Graciano, de feliz memoria, sentado frente a su magnífica máquina de escribir de aquellas marca Remington que tan profesionalmente maneja para hacer aquella escritura. Por muchos años ocupó ese lugar. Después llegó Don Fausto Figueroa q.e.p.d. quien tenía el mismo oficio.
En esa calle estrecha, con una diferente fisonomía a la actual, se ubicaron aquellos tan añorados negocios: la panadería de Don Pancho Gutiérrez, que la atendían él y sus hijos Alfredo, Enrique el Fellón y el Gordo (que siempre ha pasado su vida en los Estados Unidos); en seguida el taller y la fragua de don José Claudio; y el de Doña Luz con sus canelas.
Tiempos aquellos en que se usaba el canutero, la pluma y la tinta para escribir a mano y hasta el tan socorrido lápiz. Cuando aquella hermosa letra quedaba plasmada en el papel sin faltas de ortografía. Aquellos escribanos de ese tiempo: don Pascual Barba, don Fausto Figueroa, don Antonio Pineda, don Eulogio Graciano, don Esmaragdo Guzmán y don Pablo Martín. Todos ellos que ocuparon su vida haciendo escritos a la antigüita, ya se nos adelantaron.
Viene a la memoria que, en 1933, por hacer el traspaso de una escritura para hipoteca, cobraban la cantidad de 2 pesos y 50 centavos. Don Esmaragdo hacía estos trabajos. Todo se hacía a la confianza, a la honradez; valores perdidos en la actualidad para mucha gente. Estos caballeros de la tecla y la pluma fuente, hicieron de su vida, un quehacer de servir a la legalización de los bienes por medio del documento. Trabajo con que, mediante la estampa de su firma, daba de de la legalidad; y estos escritos conforman un archivo de la antigua escritura. También en este oficio ha cambiado el sistema.
La modernización ha llegado, la máquina de escribir automatizada, el sistema de computación y todo lo que con solo tocar un punto nos da el resultado deseado. Para sacar una cuenta, usábamos el sistema de la suma, resta, multiplicación y división. Todo a mano. ¡Qué fácil es hoy que estamos tan deshumanizados! No usamos ya el “caletre”, como decía mi padre. El sentenciaba hace setenta años, que esto que estamos usando, nos haría autómatas de las máquinas; que ya no íbamos a discernir; distinguir una cosa de otra.
Para los escribanos de antaño, nuestro respeto. Fácil era llegar a su oficina y encomendarles el escrito que queríamos; no había tanto vericueto para alcanzar para alcanzar la legalidad de un documento. De pequeños, oíamos decir que había Notarios Públicos; no entendíamos la diferencia entre un Notario y un escribano, para hacer más legal un escrito. Así que un Notario Público es un funcionario autorizado para dar fe de los contratos, testamentos y otros actos extrajudiciales. Así las cosas, aquellos escribanos de nuestros tiempos, hacían las cosas menos complicadas y con la legalidad que se usaba. Por eso decimos que así fue Tepa en el tiempo.

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