La suegra del diablo vivió en San Juan de los Lagos

Leyendas de Los Altos

+ Lo enterró en una botella para poder liberar a su hija

Ezequiel Hernández Lugo

Para muchos es un hecho curioso, para otros algo inconcebible, pero hay quienes lo conocen y prefieren callarlo. Este atrayente relato lo he escuchado en el Chipinque, en Santa Rita, en Loma de Veloces, en el Puesto, en Ledesma y hasta en Ciénega de Mata. Y dicen que sucedió en el cruce de caminos, Santa Rita y Santa Ana con el Camino Real a San Luis Potosí.

Vecinos del Chipinque eran Esperanza Loera y sus hijos Francisca y Eusebio; pero a este último la peste que asoló la región el año de 1833 se lo llevó entre sus garras. Esperanza abandonó el Chipinque, que malos recuerdos le traía, y con sus pocos bienes se fue a Santa Rita, allá por el rumbo de Las Peñitas. Con el auxilio de don Ignacio Gómez Portugal y su esposa doña Dolores, dueños de la Casa Grande, Esperanza reconstruyó una vieja finca de adobe abandonada, un gallinero y una pequeña huerta para verduras y frutales.

Con el tiempo, el peso de los años le fue minando la salud y Esperanza se vio envuelta en achaques y preocupaciones. Y su más grande preocupación era Francisca, a quien la naturaleza no había dotado de atractivos que pudieran inquietar a cualquier humano: sufría al pensar que al faltar ella, la muchacha se iba a quedar sola.

Un día, cuando cosechaba verduras para la Casa Grande, mil pensamientos revoloteaban en su mente, y en el camino rumbo a Santa Rita, desesperada de invocar a todos los santos sin respuesta, en un paraje donde los vientos del norte se detienen en las tapias de las nopaleras, bajo frondoso mezquite, pidió ayuda del mismito demonio para que cuando ella faltase Francisca no se quedase sola. Un remolino se alzó en medio del claro como respuesta a su maléfico pedimento. Ella, azorada, abandonó el lugar y prosiguió rumbo a Santa Rita.

El regreso lo hizo por el vallado; tenía miedo de pasar junto a las nopaleras. Aún sentía el polvillo del remolino molestar la retina de sus ojos. Al caer la tarde llega a casa. Francisca la esperaba bajo el toldo de las parras del corredor. De lo acontecido, no dijo nada a Francisca, no quería preocuparla.

Ella sola se quedó con su secreto.

A los pocos días, bajo el verde toldo de la parra del corredor, un caballero de elegante figura tocó a la puerta.
- Dejadme descansar bajo su sombra -pidió a Francisca.
- Puede hacerlo, esta es su casa -contestó la interpelada y se metió a la casa y siguió con sus labores.
- ¿Quién era? -preguntó Esperanza.
- Un forastero que quiere descansar bajo la parra.

A los tres días, a la misma hora, volvió a repetirse la escena. Y así fueron otra, y otras más. El caballero iba bien vestido, educado y con refinada amabilidad, y al hablar con Francisca lo hacía clavando una mirada profunda y provocativa que la hacía turbar. Ella nunca había sentido nada igual; un escalofrío recorría su cuerpo y ya esperaba la visita cada tres días, oír el relincho en la llanada que anunciaba la llegada del viajero misterioso, que nadie sabía quién era ni de dónde venía, ni a dónde iba. Siempre luciendo vistoso traje charro galoneado. Siempre bien puesto en su caballo prieto mohíno; un negro opaco que semejaba carbón vegetal y con tres remolinos de mal agüero: uno arriba de las cejas, otro en las cuartillas y otro en la parte interna de los muslos.
- ¿Está tu madre, Francisca?
- No, anda en la huerta cortando membrillos.
- La esperaré; traigo un negocio para ella.

Con paso trémulo y un cestillo en la cabeza, por la vereda llegó Esperanza.
- Señora…
- Diga usted -al tiempo que descansa la cesta en la ventana.
- Vengo a pedirle la mano de Francisca… Voy a casarme con ella… Soy Narciso Vargas y tengo propiedades en el Monte de la Era… Dentro de tres días vengo para llevármela y casarnos.

Francisca quedó como hipnotizada ante la presencia y palabras del forastero. Nunca dio respuesta a nada. Esa noche las dos mujeres no pudieron pegar los ojos. Así las encontró la madrugada; así las encontró el canto del gallo sobre la cerca. Al otro día todo era movimiento en la casa de Las Peñitas preparando los desposorios de Francisca. Todo era ilusiones y todo se volvía al esperado acontecimiento.

Llegó el día pactado. A media mañana el caballo prieto mohíno, muy bien enjaezado, jalaba elegante carretela negra. Francisca rebosaba de alegría.

A Esperanza, desde la madrugada, un malestar no la dejó levantarse de la cama; una rara inmovilidad de su cuerpo la tenía hecha un tronco bajo la cobija.
- Vayan a Lagos, cásense… Y sean felices… Fue la despedida de la indispuesta madre.

Francisca y Narciso se alejaron del rumbo de Las Peñitas. La entrada a Lagos no la hicieron por el camino a San Juan de la Laguna, lo hacen por el Callejón del Ahorcado (31 de marzo). Llegaron después del mediodía. Premeditación de Narciso o fatalidad para Francisca, no encontraron a ningún sacerdote. Así, con la promesa de casarse en la primer oportunidad, la pareja enfila al Monte de la Era. Ya era de noche, una noche oscura, misteriosa y silencio sepulcral. Ni la lechuza ni el viento alteraban aquella desusada inquietud presagiante de increíbles sucesos.

Lo que pasó después no lo podría yo narrar. Fue Francisca quien lo hizo en la primer oportunidad que tuvo para visitar a su madre. Esperanza la recibió con alegría; alegría que concluyó en desasosiego, en temor, en rabia.
- Mire madre… Tengo una casa muy bonita; está en medio de una caballería de tierra que Narciso tiene en el Monte de la Era. No me falta nada. Todo lo tengo. Pero al llegar la noche, un miedo muy grande se apodera de mí. Cuando Narciso está a mi lado siento un calor insoportable… En la oscuridad, sus manos toscas y peludas no me permiten dormir con calma. Muchas cosas he visto y me han dejado sorprendida y sin explicación. Cuando yo le digo lo que quiero comer, al momento me lo da; a veces presiento que hasta adivina el pensamiento. Un día que le pedí carne, al momento salió con una cuchilla al corral y de la mejor de sus terneras le desprendió buen trozo; luego pasó su mano por la herida y quedó el animal como si nada hubiera pasado, regresando con la carne a la casa… ¡Yo lo ví madre!… En otra ocasión le pedí pan y al momento salió al patio y metió las manos al horno, que hacía semanas que estaba apagado, y sacó el pan que yo quería… ¡Madre!… Ya no quiero estar con él… ¡Narciso es el meritito demonio!

Esperanza oyó con atención a su angustiada hija; por la seguridad mostrada en las palabras estaba convencida de que Francisca no estaba mintiendo.

Esperanza no encontraba palabras de consuelo para detener el torrente de lágrimas que como cascada se desprendía de los ojos de su hija. Hasta que la anciana recordó la invocación que hiciera aquel día que iba a llevar verduras a la Casa Grande.
- ¡Con que Narciso es el diablo!… Si yo te metí en esto, yo misma te libraré de él. Cuando venga a buscarte, atiéndelo muy bien. Lo demás déjalo de mi cuenta. Que si de veras es el diablo, no sabe quién es Esperanza, su suegra.

Por la tarde llegó Narciso montado en su reluciente y bien enjaezado prieto mohíno, lo apersogó en un mezquite y se paró bajo las guías de la parra del corredor. Francisca lo esperaba en la puerta.
- Pásale… pásale a la cocina… Te he cocinado los platillos que más te gustan.

Esperanza ya se había preparado; había puesto carbones nuevos en el fogón y se había armado de una botellita, una aguja y una tira de manta.

Ya cuando estaba comiendo platicaban de todo, del ganado y de las cosechas. Interrumpiendo la plática, Esperanza inquirió a Narciso diciendo:
- Oiga… ¿Cuándo se van a casar…?

Narciso se hizo que no había escuchado, esquivando la pregunta; siguió hablando de fiestas, de las charreadas, de las peleas de gallos y de todo.

En eso, Esperanza volvió a la carga:
- Oiga Narciso… Dicen que el diablo es muy listo… ¿Será cierto?… Porque yo creo que no existe… Y si existiera, sería el ser más tonto de todos.
- Mire Esperanza, es mejor que no dude… El diablo existe… No sea que se le vaya a aparecer y se vaya a arrepentir.
- Mentira -contestó Esperanza-, mentira… y los que dicen que existe son los más grandes mentirosos.
- Esperanza -dijo Narciso parándose retadoramente-, ¡yo soy el diablo!…
- ¿Usted el diablo…? ¡ja… ja… ja…! -y su risa se oyó hasta los maizales.
- ¿Usted el diablo...? ¡Uy, qué miedo...!
- ¡Que yo soy el diablo! —gritó molesto Narciso.
- Mira -dijo la vieja viendo que la conversación había llegado adonde ella quería-, si tú eres el diablo, anda y siéntate sobre las brazas encendidas del fogón…

Narciso, ante la expectación de las mujeres, dio acrobático brinco a la mesa y de allí al fogón, y con comodidad se sentó en las brazas.
- No me convences —dijo la vieja—, cualquier bruja puede sentarse en un fogón. Si en verdad eres el diablo, metete por el ojo de esta aguja…

Y de un salto Narciso ya estaba otra vez sobre la mesa; y con raro movimiento se transformó de tal modo que con rapidez se hizo tan delgado que pasó por el ojo de la aguja que en la mano tenía Esperanza.
- No me convences… Eso lo puede hacer cualquier mago...

Narciso, ya molesto, iba a proferir una sarta de maldiciones, pero Esperanza lo detiene y poniéndose de pie, le dice:
- Mira Narciso… Si de veras eres el diablo, introdúcete en esta botellita y en el fondo duérmete un minuto… Lo que has hecho, con magia lo puede hacer cualquiera…

Y Narciso, enfurecido por el tono burlón de la vieja que ponía en duda su legitimidad de diablo; dando giros en el viento y elevándose en espirales hasta casi tocar las tejas de la cocina, se transformó en una delgada serpentina y se introdujo en la botellita, recobrando su figura en miniatura, y se acuesta en el fondo a dormir; en tanto, Esperanza la tapa con rapidez y la envuelve con la manta mojada en agua bendita.
- Pronto, Francisca, pronto… Toma esa barreta y sígueme.

Y las dos mujeres, al trote, dejaron la casa y se encaminaron rumbo al Camino Real. Narciso, entre tanto, haciendo mil esfuerzos y lanzando improperios, denuestos y maldiciones nunca oídas por su suegra, hacía esfuerzos por escapar del recipiente.

Y en el centro y cruce del camino de Santa Rita y Santa Ana con el Camino Real a San Luis, hicieron un profundo agujero donde Esperanza metió la botellita con el tapón hacia abajo. Las maldiciones del diablo eran cada vez más fuertes. Francisca, luego de echar puños de tierra, los apisonaba mojándola con agua bendita. Por cada puño de tierra eran tres maldiciones. Cuando hubieron acabado, Francisca brincó con todas las fuerzas que sus reumas le permitían sobre el agujero enterrado y se encomendaba a todos los santos. Antes de retirarse, hicieron la señal de la cruz, y aún rezumbaban en sus oídos las maldiciones del diablo a su suegra.

Y dicen que dijeron quienes se dieron cuenta de todo esto, que ambas mujeres, al llegar a casa, empacaron las escasas pertenencias y abandonaron el lugar, yéndose a establecer por el rumbo de la Mesa Redonda, en el rancho el Churincio. El caballo prieto mohíno rompió la soga que lo amarraba y trozó la cincha tirando la montura y, desde entonces, durante muchos años, se le vio por las noches vagar por los caminos aledaños al cruce de los caminos de Santa Rita y Santa Ana con el camino viejo a San Luis Potosí. Lo hacía resoplando con furia y ojos centellantes y parado de manos amenazaba a los transeúntes.

Quienes tenían que pasar por esos caminos, al llegar al cruce oían candentes maldiciones del diablo a su suegra; maldiciones que se generalizaban a todos. Los bueyes que tiraban carretas se rehusaban a pasar por allí; y los troncos de equinos por lo regular se encabritaban poniendo en peligro la vida de los ocupantes de los carruajes.

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