La Virgen de Guadalupe

Por el padre Miguel Ángel
padre.miguel.angel@hotmail.com


La Madre de Dios se apareció por primera vez el sábado 9 de diciembre de 1531 alrededor de las 6 de la mañana.

Juan Diego iba de Cuautitlán a Santiago Tlaltelolco, para la Misa Sabatina dedicada a la Madre de Dios. Al llegar a la falda del monte escuchó allá a lo lejos el canto melodioso de una gran cantidad de pajarillos. Queda Juan Diego dulcemente sorprendido cuando escucha una voz: “Juanito, Juan Dieguito”. Levanta sus ojos y en medio de una nube blanca, rodeada del Arco Iris, contempla a una señora de hermosura extraordinaria. La virgen le dice ser la Madre de Dios que viene a estas tierras para que se le construya un Templo.

Juan Diego aceptó ser embajador de la Señora y después de despedirse cortésmente, va de inmediato hasta la casa del señor Obispo.

El mismo 9 de diciembre de 1531, alrededor de las 5 de la tarde, La Virgen María lo estaba esperando en el mismo sitio y el indio al verla, se postra reverente. Juan Diego le refiere a la Virgen el fracaso de su embajada, pues parece que el Obispo no le ha dado crédito, ya que él es un hombre humilde y plebeyo. Le propone a la celestial señora que envíe una persona de autoridad y crédito; pero María le responde que ciertamente, si quisiera, podría enviar a cualquiera, pues tiene muchos servidores, mas su deseo está en que sea él, Juan Diego, el encargado de llevar el mensaje.

La madrugada del 12 de diciembre Juan Diego tomó el camino hacia Tlaltelolco para llevare confesor a su tío moribundo. Su aflicción y la premura del tiempo le hizo pensar en rodear el cerrillo para no ser entretenido por la Señora. Para realizar su propósito baja por la falda oriental, escabulléndose así de la Virgen. La Madre de Dios sale al encuentro por esa parte y por todo saludo le dice: “Qué hay, hijo mío el más pequeño, ¿A dónde vas?”

El indio confuso y arrepentido se inclina ante Ella, le pregunta por su salud y le explica el por qué de su ausencia.

La Virgen lo alienta diciéndole que es su Madre que lo tiene en su regazo, que corre por su cuenta, que no hay motivo para temer enfermedad, ni accidente, ni dolor alguno y para probárselo le anuncio que su tío Juan Bernardino está ya sano. Así que oyó Juan Diego estas palabras se tranquilizó y púsose a las órdenes de la Señora.

La Virgen le ordenó subir a la cumbre del cerro donde le ha visto y hablado, para que corte las flores que allí hallare; le manda ponerlas en el regazo de su capa y volver a su presencia.
María las tomas entre sus manos virginales y las vuelve a dejar caer en la Tilma, diciendo: “Ves aquí la señal que has de llevar al Obispo, no muestres a persona alguna en el camino lo que llevas, ni despliegues tu capa sino en presencia del Obispo”. Dicho esto se despidió de la Virgen María.

Llevaba las rosas con grande tiento, como el custodio a quien se le ha confiado un tesoro inapreciable. En presencia del Obispo relató detalladamente todo lo de esta cuarta aparición y al dejar caer sobre el suelo el puñado de rosas, el Obispo y sus acompañantes vieron sorprendidos la Imagen de la Virgen estampada en el Ayate de Juan Diego. Todos, llenos de emoción y derramando lágrimas cayeron de rodillas ante la Imagen de la Madre de Dios.

El primer milagro obrado por María a favor de sus hijos, resucitar a un indio flechado accidentalmente en las danzas guerreras que le dedicaron a la Virgen en el trayecto hacia la Ermita. Tuvo lugar la mañana del 26 de diciembre de 1531 y aumentó grandemente la fe de los presentes al ver que el indio resucitado continuó bailando con mayor entusiasmo.

Santa María de Guadalupe es de una hermosura extraordinaria y de una originalidad singular. De sus labios parecen estar brotando estas palabras: “Hijo mío, a quien amo tiernamente como a pequeñito y delicado” y su rostro, con sus facciones únicas, nos dice calladito al oído: ¿No estoy aquí que soy tu madre?

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