Quien piense que en Argentina hace mucho frío no se equivoca, pero quien diga que acá no hace calor, sí.
Si tuviera que elegir un segundo hogar aparte de mi Córdoba natal y querida, ese lugar sería sin dudas Santiago del Estero ¡Cómo me gusta!
Y no es porque sea más lindo, sino porque tengo los mejores recuerdos de mi infancia ahí, en pueblo llamado Brea Pozo. De allí es mi mamá, y actualmente viven mi abuela paterna “Doña Felisa” mis padrinos y algunos de mis primos y tíos.
Allí hice mi jardín de infantes; el pueblo en aquel entonces era muy chico, con calles de tierra (mucha tierra), algunas casas de adobe, una cancha de fútbol y una de básquet, una escuela primaria, una iglesia, dos pistas de bailes donde se hacían los bailes de carnaval, una estación de trenes que en esos años aún funcionaba, hoy es una biblioteca.
Pero además de todo eso, calor, mucho calor, pero seco.
Así y todo, me encantaba ese lugar porque como yo vivía en una ciudad, no podía jugar en la vereda de mi casa y no podía cruzar las calles sola, y con suerte uno podía conocer a sus vecinos. En Brea Pozo era todo lo contrario.
Cuando pasé ese año allá, yo tenía 5 de edad, y vivía con mis padrinos por gusto propio y porque mis papás trabajaban saliendo por la madrugada de mi casa y yo no quería quedarme con ninguna niñera.
Por las mañanas pasaba la maestra de jardín y me llevaba a clases, al mediodía mi tío pasaba a buscarme en medio de tanto calor. Y cuando digo calor, me refiero a que tener unos 35 ó 37 grados al mediodía, apenas se estaba entibiando.
Volvía del jardín, comíamos la comida principal y luego seguía la infaltable sopa y de postre alguna fruta. Y al rato, lo mejor, la siesta. No para dormir sino para hacer travesuras mientras mis tíos o mi abuela dormían, pero travesuras de aquellas épocas, inocentes.
Salíamos con mi prima Judith con cucharas y cuchillos a buscar “chilalos” (voz quichua o quechua) que eran unas tinajitas de barro hechas por una especie de abeja bajo la tierra. Salíamos en medio del sol y el calor a buscar las marcas en la tierra que indican que debajo de ella estaban los chilalos, a veces también estaban bajo un hueco semejante al de un hormiguero pero de circunferencia casi perfecta. Le poníamos un palito y veíamos si salían hormigas o la profundidad para empezar a cavar.
Cavábamos alrededor de ese hueco, con mucho cuidado, la tierra estaba floja porque el suelo era salitroso, y qué felicidad encontrarlas, las limpiábamos con cuidado, medían como 2 centímetros de alto, luego las pintábamos con témperas.
Dentro de ellas había una bolita amarilla, era la comida de esas “abejas” que guardaban para el invierno, cuando no hubiera de dónde sacar polen, bueno, es lo que supongo.
Volvíamos todas sudadas de andar bajo el sol. – “¿Dónde han andado?” – nos preguntaba mi tía - “¿no les he dicho que salgan a esta hora? ¡Miren si las pica una víbora o las corre un chancho!”.
Para ese entonces ya no nos importaba nada.
Como estas tengo mil historias. Esta semana volví a Brea Pozo, esta vez con Santi. Casi morimos del calor. En una visita rápida viajamos a la capital de Santiago del Estero a visitar otros parientes, principalmente a mi abuela para que conociera a su bisnieto, luego no tuve más que tomar un colectivo hacia Brea Pozo, a las 3 de la tarde.
¡Error! Ese día también hacía como 37 grados, pero ahora el clima de Santiago ha cambiado, y es más húmedo. Justamente había llovido días atrás y la sensación térmica era de 50.5 °C. Era el mismo infierno, un horno. Si el infierno existe está a 426 km al norte de Córdoba.
El colectivo era uno del año de María Castaña, no sé cómo funcionaba aún, mucho menos iba a tener aire acondicionado para hacer ese viajecito. Por suerte llevé una botella con agua congelada y con una toalla lo mojaba a Santi en todo su cuerpo, una más chica la llevaba en la cabeza para que no le diera un golpe de calor.
El gordito se durmió y creo que así sufrió menos. Llegamos y nada de que lo dejen a uno en una terminal, me dejaron al costado de la ruta y de ahí caminé una cuadra y un poquito más. Creo que nos terminamos de deshidratar en ese trayecto.
Llegamos a la casa de mi tía, obviamente estaba durmiendo la siesta como de costumbre, y ahí esperamos hasta que cayera el sol para ir a ver a mi abuela. Mientras caminaba veía todos esos lugares con nostalgia, gente sentaba fuera de su casa (es costumbre saludar a todos con un “buenas tardes” aunque no se conozca a la persona), la tierra regada, una radio sintonizando un “chamamé”, un perro durmiendo bajo un “paraíso”, los “coyuyos” cantando, el olor del monte, un olor dulzón y el calor que caracteriza a Santiago del Estero.
En el camino le mostraba a Santi todo eso, le dije, “ojalá cuando seas un poquito más grande, seas tan feliz como yo acá, pero más travieso, como fue tu abuelo César que a su vez hacía renegar a su mamá y a su abuelita”. Tu abuelito César me heredó lo de aventurera y soñadora, por eso siempre me perdonó todo. Creo que yo también podría perdonarte.
“¡Qué bonito mi hijito!” dijo mi abuela cuando vio a Santi, “tranquilito es” seguía diciendo. – No sé ‘nona’, ya veremos qué pasa más adelante. – Le dije mientras le echaba agua a Santi que estaba en un fuentón para que soportara mejor los 50 grados de sensación térmica.
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