Por el padre Miguel Ángel
padre.miguel.angel@hotmail.com
Dos monjes caminaban por la selva. Cuando se aproximaron a la orilla de un río que no tenía puente, se encontraron una joven mujer con su hijo, que no podía cruzarlo porque la creciente había subido.
La mujer les dijo que ellos eran la respuesta a sus oraciones, pues iba a visitar a su esposo enfermo en un hospital psiquiátrico. El más anciano respondió molesto que ayudaría al jovencito, porque su religión no le permitía contacto alguno con las mujeres.
Así, ambos monjes, cargando en su espalda a la mujer y a su hijo de nueve años, cruzaron al torrente, cuya creciente les llegaba a la cintura. Al llegar al otro lado, la mujer agradeció la oportuna ayuda y sonrió con respecto y amabilidad al monje que le había transportado.
Cuando quedaron solos los dos monjes, el anciano le recriminó al joven: “Nuestra religión nos prohíbe el contacto con las mujeres y tú tocabas los muslos de aquella mujer tan hermosa”.
El monje joven simplemente encogió los hombros y no contestó palabra alguna.
Más adelante, cuando se sentaron a descansar, el anciano insistió con dureza: “¿Te diste cuenta de su sonrisa insinuadora con la que se despidió de ti? Y todo por cargarla en tus espaldas, teniendo contacto con su piel.”
Cuando ya entraban al convento, el mayor reprochó otra vez con insistencia: “Debes confesarte de haber tocado a una mujer, porque has manchado tu cuerpo”.
El joven le respondió:
-Yo cargué a la mujer solo por tres minutos para atravesar el río y se encontrara con su marido enfermo, pero tú la vienes cargando todo este tiempo. ¿Por qué no te liberas ya de ella? Si yo manché mi cuerpo, tú has manchado tu mente y tu alma.
De nuestro interior nacen los malos pensamientos, las traiciones e infidelidades. En nuestro corazón se gestan los robos, los adulterios. Si dejamos que esta cizaña crezca dentro de nosotros mismos, muy pronto extenderá sus ramas fuera de nosotros mismos.
Señor, crea en mi, oh Dios, un corazón puro, porque para el puro todas las cosas son puras.
Todos conocemos el refrán que dice “caras vemos, corazones no sabemos”, y cuántas veces en la vida ordinaria nos ponemos a juzgar a los demás por los solas apariencias, sin darnos cuenta que el interior cada quien solo lo conoce Dios.
Es necesario que evitemos todo prejuicio; no podemos juzgar a nadie, ni siquiera a nosotros mismos, porque podríamos ser o muy exigentes o muy benévolos. Mejor dejemos que Dios nos juzgue.
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