Por el padre Miguel Ángel
Decía una Biblia: “Estuve en el
estante más alto de la biblioteca de tu casa, apretada entre los
viejos tomos de una enciclopedia antigua.
¿Para qué me compraste? ¿Acaso para
pasar algunas páginas, leer sin mucha atención algunos pasajes
encontrados al azar, mirarme con respeto y devoción cuidadosamente
en el estante más alto de la biblioteca?
Recuerdo una vez, durante un convite en
tu casa… En la conversación alguien citó palabras de Jesucristo.
Otro las corrigió y cuando entre ellos se desató una discusión
sobre cuál de las citas era correcta, uno de los invitados pidió
que le trajeses la Sagrada Escritura. Levantaste la cabeza y miraste
en mi dirección. Pensé con alegría que por fin había llegado mi
hora, que te acercarías a la estantería y me sacarías de entre los
amarillentos tomos de la enciclopedia. Pero “no sé dónde está,
no sé dónde la he dejado”, dijiste. Esto me dio la certeza de que
no me habías comprado ni para presumir mi presencia en tu
biblioteca. ¿Entonces para qué me compraste? ¿Para qué me
trajiste a casa? ¿Para qué?
Luego ocurrió algo que de nuevo
despertó en mí una esperanza de que me liberarías del escondite
donde me habías puesto. Tu hijo, tu único hijo enfermó. Ni los
médicos ni las medicinas pudieron curarlo, murió y tú, sumergido
en el dolor y la desesperación, te sentaste en tu biblioteca con
las cortinas cerradas de la sala. No fuiste capaz de entender el
sentido de la muerte de tu hijo. Empezaste a dudar incluso del
sentido de tu propia vida. No supiste comprender el porqué del
sufrimiento de un niño inocente, mientras los malvados siguen
viviendo y engordando a costa del daño del prójimo y porqué el
despiadado destino golpea al hombre a ciegas.
Entonces mi corazón palpitó de
repente, pues me figuré que por fin había llegado la hora de acudir
a mí, que abriría mis páginas y leería en mis versículos
palabras de consuelo sobre la vida, la muerte y la inmortalidad. Pero
me desilusioné de nuevo, no te levantaste del sillón y no
encendiste la luz. Te quedaste inmóvil, sumergido en la
desesperación con un sin fin de preguntas en los labios que no
supieron darte respuesta. ¿Entonces para qué me compraste? ¿Para
qué me trajiste a casa? ¿Para qué?
Y luego murió tu mujer. Te hundiste
bajo éste nuevo golpe, te transformaste en un torpe anciano, dejaste
de salir a la calle y paseabas tan solo por tu casa vacía. De vez en
cuándo te asomabas a la ventana para mirar a la calle, a la gente
con sus prisas, sin entender para qué viven, para que vives tú
todavía, para qué existe el mundo.
Hasta que un día moriste.
Tus herederos llegaron enseguida, Al
sacar las cosas de tu casa meneaban tristemente la cabeza sobre tus
bienes. Uno de ellos me encontró entre tus libros tirados en el
suelo. Se acercó uno y me tomó en sus manos y enseguida sacudió
una gruesa capa de polvo y con voz tierna le dijo a quién estaba a
su lado: “Ves? Tu difunto tío, que Dios tenga en su gloria, era un
hombre devoto. Tenía la Biblia, toma ejemplo de él”.
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