Por el
padre Miguel Ángel
Un día,
Mónica soñó que, estando llorando amargamente sobre una tabla, se le acercó un
ángel y le preguntó por qué lloraba.
“Lloro
–respondió- por la pérdida de mi hijo”.
“No llores
más, le dijo el ángel. Mira, Está donde tú estas”.
Miró, y
allí vio a su hijo Agustín.
“¿Lo ves,
madre? Tú tienes que estar donde yo estoy, con los maniqueos”.
“No,
replicó la madre, que no se me dijo: Estás donde él está, sino está donde tú
estas”.
Esto
impresionó a Agustín, pero no se convirtió por ello.
Agustín
proyecta marchar a Roma para dar allí a conocer su preclaro talento y encontrar
discípulos más dóciles que en Cártago. Su madre no lo puede evitar, pero no lo
pierde de vista y se decide a ir con él.
Agustín la
engaña. Le dice que el barco no sale hasta la mañana siguiente. La deja en el
pórtico de una iglesia y finge darse un paseo por la playa, pero entra en el
barco y desaparece. ¿Qué podrá imaginar el dolor de aquella madre al verse así
burlada por aquél hijo tan querido?
En la
primera ocasión se embarca para Roma, pero una horrible tempestad amenaza con
echar la nave a pique. Parece como si todo el infierno estuviera empeñado en
estorbar los planes de Mónica, que quiere arrebatarles la presa de Agustín, a
quién ya miran como suyo.
En medio
de la horrible borrasca, cuando los marineros palidecen, Mónica les alienta y
toma un remo para ayudarles en la faena: no puede hundirse la nave porque hay
que salvar al hijos de sus entrañas.
Llega a
Roma, pero ya no se encuentra allí Agustín. Ha pasado una grave enfermedad y
aunque se vio a las puertas de la muerte, no pidió el bautismo. Las oraciones
de su madre le libraron de caer en el infierno y recobró la salud.
Le
encontró en Milán, pero ya estaba desengañado de las doctrinas y costumbres de
los maniqueos. Tenía amistad con San Ambrosio. Mónica busca pretextos para que
Agustín frecuente las visitas al santo Obispo.
Al fin,
llegó el día venturoso que Agustín dijo a su madre que estaba decidido a
hacerse católico y entregarse de lleno al servicio de Dios en la vida de
continencia.
Él mismo
nos dice que su madre, al oírlo,”saltaba de alegría y cantaba al oírlo, y por
ellos te bendecía a ti, viendo que le habías concedido mucho más de lo que ella
solía suplicarte por mí, con sus piadosos gemidos y lágrimas”.
Dieciocho
años estuvo llorando. Y suplicaba a otras personas que hablasen a su hijo y
procurasen sacarle de la herejía. Y tanto las molestaba que al fin le dijo un
obispo: “Calle mujer, que no es posible perezca un hijo de tanta lágrimas”
Mónica
supo criar a sus hijos desde pequeñitos en el santo amor de Dios. Aunque no
pudo bautizarlos en su infancia, por no permitirlo su esposo, el nombre de
Jesús les era a todos familiar. Todos, hijos y criados, creían en él, menos
Patricio, que permanecía pagano o más bien, escéptico en materia de religión.
Lo más
admirable en la vida de esta santa es la conducta que observó hasta lograr
sacar a su hijo Agustín del pecado y de la herejía.
El mismo
Agustín nos dice en sus “confesiones”: Mi madre, tu fiel sierva, lloraba en tu
presencia por mí, más que las otras madres suelen llorar por la muerte corporal
de sus hijos, porque veía la muerte de mi alma. Tú Señor, nos despreciaste las
lágrimas que copiosamente corría por sus mejillas, hasta regar con ellas la
tierra en todos los sitios en que se ponía a hacer oración”.
Yo he
visto muchas mamás llorando porque sus hijos e hijas se alejan de Dios y los
animó poniéndolos como ejemplo a Santa Mónica que no descansó hasta que logró
que su hijo Agustín no permaneciera alejado de Dios.
Mamás: No
se desanimen, sigan orando.
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