Cuento de suricatas


Por Gonzalo “Chalo” de la Torre Hernández
chalo2008jalos@hotmail.com

Los primeros rayos del sol lanzan sus líneas de luz sobre las arenas inhóspitas del desierto  Kalahari, en la zona central del sur del Africa, desplazando rápidamente los últimos restos de frío de la extremosa noche desértica. Comienzan a producirse esos pequeños y casi imperceptibles cambios de la vida nocturna a la vigorosa y sempiterna lucha por la supervivencia entre las especies de la fauna propia de esas difíciles latitudes.

La flora se aferra a su soledad enterrando sus raíces en búsqueda de la indispensable humedad que le permita seguir viviendo. Las briznas de hierba joven, roban un poco de rocío en los aires aún frescos y una que otra bellísima flor destaca con sus alegres colores, entre los tristes parajes que pronto estarán ardiendo bajo los inclementes rayos del astro rey.

Por entre los baobabs que regalan un poco de sombra para cuando menos descansar la vista, pasan dos bosquimanos, seminómadas de la región en su tenaz y paciente cacería de alguna presa que sirva de alimento a su familia y a su tribu, aunque tengan que recorrer hasta cincuenta kilómetros, que en la vastedad inacabable de estas feraces tierras, es tan sólo una rayita en el mapa.

Con la calidez del alba, de una abertura circular apenas del tamaño de un puño humano, oculta entre pequeñas dunas, asoma la cabeza de forma cónica, con unos ojos vivarachos que miran en todas direcciones. Notando el camino libre, sale una suricata macho, seguida inmediatamente por otra de las mismas características y ambas se dirigen de inmediato a una lomita a manera de puesto de vigía, desde donde otean sus alrededores en todas direcciones.

Sus pequeñas y semilunadas orejas negras se mueven rápidamente tratando de captar, cual antenas, sonidos que pudiesen representar amenaza para sus congéneres. Sus esbeltos cuerpos estirados en forma vertical, los hacen parecer más altos de lo que son y tanto su cuello como su cabeza, asemejan un periscopio de submarino que gira casi en círculo, verificando que no haya señales de peligro. Al constatar que hay campo libre, emiten un sonido al resto de la manada avisando que pueden salir.

Los individuos  salen ávidos de alimento y de inmediato se dan a la tarea de conseguirlo. Pequeños insectos y arácnidos, pasan rápidamente a formar parte de su dieta diaria. Unos retozan y otros son capacitados para detectar señales de peligro y sus correspondientes sonidos de alarma. No se alejan mucho de la madriguera, pues sus depredadores son muchos y en ocasiones son detectados demasiado tarde.

Los vigilantes iniciales son relevados de sus tareas por otros dos que ya se alimentaron. Ahora ellos van en busca de su sustento. Avizoran a un tiempo, un delicioso y no frecuente manjar: un huevo de reptil sin protección de sus progenitores. Es mucha tentación. Salen disparados en una carrera no muy amistosa, tratando de ganar ese trofeo alimenticio. ¿A quién no le gusta lo bueno?

En su recorrido, ambos son rápidos y parece una carrera parejera y de pronto sobre ellos, se proyecta fugazmente una sombra en forma de dos alas grandes, fuertes y al frente, un pico como gancho. Es un águila marcial, que como todos los seres vivos, necesita y se procura por sus propios medios, la comida en forma de suricata deliciosa y calientita.

Como tocados por un rayo, detienen bruscamente su loca carrera y su instinto de conservación les hace olvidarse del óvalo fresco y concentran su atención en la preservación de la especie. Emiten ese sonido de alarma y ante la amenaza, otros machos salen a su encuentro para formar un frente común, mientras los demás miembros del clan, se resguardan en su madriguera.

Los guerreros, ante el embate del ave rapaz, se tiran de espaldas, arqueándose para proteger la parte posterior de su cuello, mostrando fieramente sus dientes y garras. El águila no siempre persiste ante una defensa unida y prevenida. Su vuelo sólo fue rasante en esta ocasión y decidió buscar otra presa menos defensiva. Siguió su camino dejando en paz por esta vez a los simpáticos suricates, como también se les llama.

Pasado un razonable tiempo de vigilia y atención, los dos guardias iniciales no han olvidado ese sabroso huevo que espera la llegada del vencedor. Todo para el ganador. Es la ley de la vida.

Reanudan su vigorosa carrera y uno de ellos, lógicamente, llega primero y se zampa el alimento de lujo. No hay pierde. El que llega antes, gana.

El perdedor se conforma con los insectos y uno que otro escorpión que se cruzaron en su camino.

Siendo una prioridad el alimento diario, ante el peligro antepusieron la seguridad y el bien comunes, antes de satisfacer la necesidad individual. ¿Será por eso que son tan simpáticos los suricatos?

¿Cuántos seres humanos habrá con ese espíritu de verdadera solidaridad que antepone los intereses comunes antes que el propio? Misterio.

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