Estaba el oro en un cuero de buey


Ahora que me acuerdo (4)

Gustavo González Godina

    Alguien a quien no conocí bien, porque lo vi sólo una vez y por eso su imagen está muy borrosa en mi mente, fue un hombre al que llamaban Mundo, no sé si su nombre era Edmundo o Raymundo, sólo sé que era famoso don Mundo Orozco porque era muy rico, éste sí muy rico porque se encontró un demonial de dinero. Tampoco sé si también era pariente de mi papá por el lado materno, si era hermano o primo de mi tía abuela Patrocinio Orozco nunca lo supe, lo que sí recuerdo es que era mi mamá, Doña Cuca (sin albur) la que se refería a Él como “mi tío Mundo Orozco” (ya sabe usted que cuando alguien se vuelve rico le brotan parientes por todos lados).

   Y cosa curiosa, lo que menos tenía el “Tío Mundo” eran parientes, sólo tenía una hija llamada Socorro, a la que sí conocí bien porque era a toda madre. Muy buena persona Ella, se casó con un mecánico del pueblo llamado Efraín, que era también una excelente persona, muy servicial, amable, atento, educado, muy honrado el hombre, yo creo que por eso se entendieron y se casaron, hacían muy buena pareja. La mujer no era rica aún cuando se dio el matrimonio, pero ya se sabía que su padre tenía mucho dinero y que sería la heredera única, pero no por eso se casó Efraín con Ella, sino porque era Ella muy bonita, por dentro y por fuera, era una mujer bella (no sé si aún vive) y muy solidaria con los marginados, siempre que era necesario le echaba una mano a quien la buscaba en demanda de ayuda.

    La historia que nos contaban frecuentemente en la familia, decía que Don Mundo Orozco tenía unas tierras que valían muy poco, alejadas de la Agua Zarca y la mayor parte en una barranca en la que nada se podía cultivar, sólo la usaba para tener en ella como cosa perdida algunos animales, vacas viejas con sus becerros, hasta que estos crecían y se convertían en novillos que podían ser negociados. Pero en realidad la barranca llamada El Tepante no servía para maldita la cosa, aunque era más o menos extensa. No servía hasta que sirvió y en qué forma… En una ocasión el Tío Mundo duró dos días buscando una vaca que no aparecía, el segundo día se alejó tanto del rancho que decidió no regresar, sino pasar la noche en una cueva que encontró. Bendita cueva…

   No aclara la historia que me contaban si encontró por fin la maldita vaca que le faltaba, pero lo que sí encontró en la cueva fue una cosa muy extraña, era un cuero de buey, la piel de un buey, seca ya por supuesto y cosida, unidas las dos orillas con una correa (de piel también) y rellena con puras monedas de oro. ¡Tómala! Ya el lector podrá imaginarse el tamaño, un buey es un toro adulto al que se castra, se le quitan los testículos para volverlo manso y que no se alborote en presencia de una vaca de buen ver, para que sirva así para el trabajo, para jalar el arado formando una yunta junto con otro tan buey como él. Era pues un cuero -como le llaman allá en el rancho-, una piel -como le llama la gente educada- de muy buen tamaño. No sé cómo supieron quienes contaban la historia que era de un buey y no de un toro, pero para el caso lo mismo da. La fortuna la tuvo que sacar el Tío Mundo días después en dos mulas, porque pesaba mucho el oro y su caballo sólo no lo podía, además de que tenía que cargarlo primero a Él.

   Compró ranchos, casas, ganado y siguió trabajando, era un hombre austero y muy trabajador, nada ostentoso ni presumido, siguió siendo humilde aunque rico, Y así se murió, no se acabó la lana por supuesto, las propiedades y me imagino que un buen de marmaja en efectivo se le quedaron a Socorro su hija, que pudo hacer así más obras de caridad, creó fama de ser una gran filántropa a la que acudían muchas personas pobres de toda la región. Entre otras cosas que compró la hija del Tío Mundo después, estuvo la casa de mi abuelo Rito donde vivía yo con mi familia, con mis papás y mis hermanos, hasta que un día el padre de mi padre nos echó a la calle con todo y chivas, pero esa es otra historia que más adelante le contaré. Aquí lo importante es que en esa casa comienza una nueva historia de más dinero enterrado.

   Era una casa bonita, con un gran jardín en medio y una huerta con muchos árboles frutales atrás (corral de por medio, donde se guardaban las bestias de los parientes cuando llegaban del rancho los domingos, porque en mi familia ni a bestias llegábamos, bueno… y por supuesto el cerdo, marrano, puerco o cochino, al que había que espantar con la vara). En la huerta me subía yo a lo más alto de un árbol de manzanas, a un manzano, con un cuento (una historieta, un cómic) de Kalimán, y nomás estiraba la mano para cortar 'cada vez una nueva manzana mientras leía las sospechosas aventuras del héroe con el pequeño Solín. Siempre me pregunté si el oriental del turbante no era más que un miserable pedófilo, pero bueno… La pasaba yo a todo mecate comiendo manzanas, duraznos, chabacanos, naranjas, cañas de azúcar y otras frutas que había en la huerta de atrás de la casa, que estaba ubicada por cierto en Juventino Rosas número 21, desde entonces conozco el hermoso vals Sobre las Olas.

   La casa tenía cuatro recámaras o cuartos, uno daba a la calle y lo usaba mi padre como carpintería; al siguiente, frente al jardín, le llamábamos “la sala” porque era el más grande, ahí nos reuníamos por la noche a escuchar la radionovela de Porfirio Cadena “El Ojo de Vidrio”, y algún otro programa en lo que don Librado Montañez apagaba su planta generadora de energía eléctrica a las 10 de la noche y todos a dormir. Seguía la cocina (comedor por supuesto) también frente al jardín, y luego otro pequeño cuarto donde dormía yo con mis hermanos, mi cama pegada a la pared de la cocina, donde al otro lado se encontraba el trastero; y finalmente otro cuarto grande, viejo, abandonado, que estaba lleno de triques y cuyo techo parecía que en cualquier momento se iba a venir abajo, siempre me dio miedo entrar a ese lugar.

   Bueno pues sucede que, si no cada noche sí con frecuencia, escuchaba yo por las noches que al otro lado en la cocina se caía el trastero con gran estruendo, porque se rompían vasos y metían mucho ruido los trastes de aluminio y de peltre. Me daba miedo, me envolvía en la cobija y trataba de dormir hasta que lo conseguía, y al otro día ¡nada!, no había pasado nada, todo estaba en su lugar. Me cuenta mi tío Cecilio, hermano de mi papá, que Él también escuchaba lo mismo cuando vivió ahí su familia, y que sospechaba igual que en algún punto de la cocina había dinero enterrado, pero nunca se atrevieron a escarbar. Y nosotros menos porque la casa no era nuestra, nos la estaba prestando mi abuelo…

   Bueno, pues después de que nos echó mi abuelo y le vendió la casa a Socorro, la hija del Tío Mundo, Ella y su marido sí decidieron buscar, derribaron la pared que dividía a la cocina del cuarto donde yo dormía, y se encontraron qué cree… una olla con monedas de oro. El falso ruido del trastero cayéndose era la señal, pero yo no lo sabía con certeza, era un niño, y nadie de mi familia se atrevió a buscar y perdimos la oportunidad. Otra vez el dinero fue para la familia Orozco…


   Ya antes se le había escapado otro hallazgo a mi padre, el del dinero que dejó enterrado Doña Chinda en su casa del potrero de la Agua Zarca. Más adelante le contaré.

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