Un viajero que andaba perdido por el desierto, debilitado por el cansancio y el sol implacable creyó ver a lo lejos un oasis y pensó: “Mi mente me está engañando, tiene que ser un espejismo, seguro que no hay nada”, se decía a sí mismo.
A medida que se iba acercando veía palmeras y hierba e incluso contemplaba un burbujeante manantial.
Este hombre reflexivo y sabio se detuvo un momento y luego reemprendió el camino. “Sé que no hay nada, todo esto es pura proyección de mi imaginación. Es demasiado hermoso para ser verdad”. Horas más tarde llegaron al oasis otros dos viajeros y encontraron el cuerpo del viajero muerto de hambre y de sed y se dijeron: “¡Que cosa tan extraña!, los dátiles le están cayendo a la boca y se murió de hambre, el agua del manantial está al alcance de su mano y murió de sed. ¿Cómo pudo morir en medio de tanta abundancia?”
El oasis no era un espejismo y nuestro viajero, enfermo y sin fuerzas, no pudo disfrutas de su abundancia. Dios, nuestro oasis futuro, no es un espejismo, no está ausente, pero lo buscamos donde no está o porque adoramos a un dios falso. La espera de Dios se nos antoja larga e ilusoria.
Dios no está lejos, sino que está siempre muy cerca de nosotros.
Decía San Agustín: yo te andaba buscando fuera, hasta que me di cuenta de que estás dentro de mí.
Si buscamos a Dios con una mente serena y un corazón humilde, lo vamos a encontrar en distintos lugares y en variados momentos, porque Dios se hace el encontrado para que estemos siempre con Él.
Lo podremos descubrir en un amanecer brillante, en una noche con cielo estrellado, en una tarde tranquila y sobre todo en el silencio y la paz de nuestro corazón.
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