Por el padre Miguel Ángel
padre.miguel.angel@hotmail.com
Había una mujer de nobleza, muy rica, que había crecido cansada de
la vida. Tenía todo lo que una persona puede desear excepto felicidad y
alegría. Ella dijo: Estoy aburrida de la vida. Me voy a ir al río y voy a
acabar con ella. Mientras caminaba sola, sintió una pequeña mano tirando de su
falda. Miró hacia abajo y vio a un niño pequeño, frágil y aparentemente
hambriento que le imploraba: Nosotros somos seis. ¡Nos estamos muriendo de
hambre! La mujer pensó, ¿por qué no aliviar a esta desdichada familia? Tengo
los medios y mis riquezas ya no van a tener más uso cuando yo muera. Siguió al
pequeño y entró a aquella escena de miseria, enfermedad y necesidad. Ella abrió
la cartera y vació su contenido. Los miembros de la familia estaban a su lado
con alegría y gratitud. Identificándose aún más con sus necesidades, la rica
mujer dijo: ¡Yo vuelvo mañana, y voy a compartir con ustedes más cosas buenas
que Dios me ha dado abundantemente! Dejó aquel cuadro de necesidad y desdicha
contenta de que el niño la hubiera encontrado. Jamás volvió a pensar en acabar
con su vida, por que no tenía sentido ni propósito.
Qué fácil se puede experimentar la verdadera alegría y salir de
nuestras tristezas y depresiones, pues basta con que miremos a nuestro derredor
y encontraremos personas muy necesidades de compasión y cariño, como aquellos
niños que se cruzaran en el camino por donde caminaba la mujer de la nobleza
muy rica.
Uno de los peores enemigos que se presentan en nuestra vida es el
egoísmo, que no nos deja ser felices, porque nos hace creer que todo debe ser
para nosotros y nada para los demás. En cambio cuando descubrimos que hay más
alegría en dar que en recibir, entonces el corazón experimenta un enorme gozo
que nada ni nadie nos puede quitar.
Pongamos nuestra mirada en Jesucristo que no vino a ser servido sino
a servir.
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