• Te guardas y mueres de hambre, o sales y te infectas
• Pero... Jesús recorrió las calles de Xalapa y sólo Él sabrá
Por Miguel Valera
Son las ocho de la noche y los reporteros ya esperan a Jesús en la calle
Revolución, a un costado de la Catedral Metropolitana. Sale el padre
José Manuel Suazo Reyes y regala pan bendito a algunos compañeros, que
lo toman con devoción. Es Jueves Santo y el
arzobispo Hipólito Reyes Larios ya concluyó la ceremonia de la Última
cena, sin lavatorio de pies, por precaución ante la pandemia del
Covid-19.
En el mundo, el segundero sigue avanzando y con ello el conteo de los
fallecidos, 88 mil 083 en datos actualizados hasta este día, 09 de abril
del 2020. Hace apenas una hora, desde la Ciudad de México, el
Subsecretario Hugo López Gatell dijo que ya son 3 mil
441 los casos confirmados en México, con 194 defunciones.
Vestido de negro, con el alzacuello blanco destacando en su camisa, el
arzobispo sale a Revolución, saluda y empieza a caminar rumbo a su casa,
en la calle de Juárez.
Si es verdad, como lo señala la iglesia católica, que Jesucristo está
presente en la hostia consagrada por manos de un sacerdote, este Jueves
Santo, año de la Gran Pandemia del Coronavirus Covid-19, a las ocho y
diez de la noche, el carpintero de Nazareth cruzó
el umbral de la puerta lateral de la catedral metropolitana y se montó
en una camioneta blanca de doble cabina para recorrer las calles de
Xalapa.
No lleva túnica blanca, ni sandalias, no se le puede ver el rostro, ni
la barba, ni la larga cabellera, como ha sido representado a lo largo de
los siglos. Han pasado más de dos mil años y tampoco se le observa
viejo o cansado. Es el hijo de Dios, del creador,
del soberano, del omnipotente, del eterno, pero apenas se nota. Brilla
más la inmensa custodia dorada que cubre su fragilidad, que él mismo.
Pero ahí está, en forma de pan, blanco, reluciente, sin la luminosidad
de la resurrección pero real, de verdad, para
los creyentes.
A las 8.13, el vehículo arranca, para avanzar por revolución, mientras
los compañeros de la prensa registran el hecho, con fotografías, con
videos, con transmisiones en vivo. Una campanilla va anunciando su
presencia. Una señora se detiene, se persigna, hace
una reverencia, un joven se queda parado, absorto, no entiende bien a
bien de qué se trata.
Erguido en la camioneta blanca, dentro de la custodia dorada, viaja con
un arreglo de flores blancas, escoltado por el párroco de Catedral,
Roberto Reyes Anaya, otro sacerdote y un monaguillo, que toma con una
mano el utensilio sagrado con el cuerpo de Jesús
y con la otra sostiene su propio cuerpo, que se mueve por el recorrido
del vehículo entre las viejas baldosas de la calle de Revolución.
Luego del aguacero vespertino, la noche se siente fresca, agradable. La
gente que no puede guardar la cuarentena en sus casas, camina. Algunos
van apresurados, otros con calma, pocos usan cubrebocas.
En la plaza Lerdo, el Palacio de Gobierno, vestido de verde, morado,
azul o rojo, en el juego de colores que le programó el ingeniero Julio
César Ornelas, escucha Hey Jude. Desde la esquina con la que topa la
calle de Lucio, un joven guitarrista rasga los acordes
que dan música a esta pieza escrita por Paul McCartney, para The
Beatles.
La campanilla anuncia ya que por la calle de Lucio viene bajando el
peregrino de Nazareth. Una patrulla de Tránsito del Estado se acomoda en
la esquina con Enríquez, para detener el tráfico. La música de The
Beatles se mezcla con el tintinear, el paso de los
automóviles y el silbato de Adriana Rivera, una oficial de Tránsito que
sigue el recorrido.
La camioneta pasa por la tienda Chedraui y llega hasta el bar México,
donde se detiene, mientras siguen los acordes de Hey Jude. Jesucristo no
se inmuta. Nunca le interesó la popularidad ni le preocupa, a estas
alturas, la famosa sentencia de John Lennon “somos
más populares que Jesús”. Observa desde las alturas el ir y venir de la
gente. Conoce sus corazones, sabe de sus preocupaciones.
“Hey, Jude, don't make it bad, take a sad song and make it better”,
“Hey, Jude, no lo hagas mal, toma una canción triste y hazla mejor”.
Quizá en eso piensa, desde su custodia sagrada. Toma una canción triste y
hazla mejor. Que el drama del coronavirus nos
haga mejores seres humanos. No lo sé.
La camioneta blanca avanza. Los autos se detienen. Hay mucho tráfico a
pesar de la repetida sugerencia #QuédateEnCasa. Pasa frente al palacio
municipal, baja a Úrsulo Galván, subirá Allende y recorrerá Zaragoza,
Hidalgo, Díaz Mirón, Diego Leño, Murillo Vidal,
Zamora y Enríquez, para regresar a su sagrario en la catedral
metropolitana.
La gente se detiene, algunos se persignan, otros no alcanzan a
comprender qué es lo que sucede, qué significa ese sol brillante en una
camioneta, la campanilla que suena, la música que sale del altavoz que
recorre la calle.
Pero ahí va Jesús, preocupado por los hombres y las mujeres de Xalapa,
creyentes y no creyentes. No reparte panes ni peces, no convierte el
agua en vino en ninguna casa ni en ninguna fiesta, pero ahí va,
bendiciendo, repartiendo esperanza, consuelo, ánimo.
Muchos siguen de largo. El guitarrista canta ahora Corazón partío, de
Alejandro Sanz: “¿Quién me tapará esta noche si hace frío?, ¿Quién me va
a curar el corazón partío?, ¿Quién llenará de primaveras este enero?,
¿Y bajará la luna para que juguemos?”.
En el semáforo de Lucio y Enríquez, un niño da vueltas como rehilete,
siguiendo los acordes de “soles”, “does” y “las” menores de la canción
de Sanz. Baila, como parte de un show, para acercarse a los conductores a
pedirles unas monedas, que pide le echen en
una botella vacía de cocacola.
A su lado, unos novios lo observan. Sentados en una banca, esperan un
hot-dog, para cenar. Conversan, se sonríen entre ellos, parecen
enamorados y despreocupados por la pandemia. ¿Qué puede ser más fuerte
que el amor y la juventud?
Camino por Enríquez, para esperar el recorrido de Jesús, que saldrá por
la calle de Zamora. En una farmacia de productos genéricos, los
dependientes, protegidos con batas, guantes, cubrebocas y caretas de
plástico, me vuelven a la realidad y al miedo por el
COVID-19.
"Con eso no les hace nada el coronavirus”, bromeo con ellos, mientras me observan desconcertados.
Sigo caminando, mientras veo que del otro lado de la acera, ya están por
cerrar el Bola de Oro, también con poca clientela por la cuarentena.
Los tacos de La Vecindad siguen abiertos y recibiendo a los pocos
clientes que se acercan. Los hot-dogs de la entrada
al callejón del Diamante ya están listos para la venta nocturna.
A pesar de la contingencia se ve a mucha gente caminando por la calle de
Enríquez y a muchos vehículos circular. Claro, en esta rúa caminan 25
mil personas en un día hábil contra 20 mil 435 vehículos, según datos
que hace algún tiempo me dio la arquitecta Isis
Chang Ramírez.
Son las ocho cuarenta de la noche y ya han pasado algunas patrullas
pidiendo a los xalapeños desde sus altavoces que se resguarden en sus
casas.
En la calle de Zamora, casi con la de Enríquez, me encuentro a don
Justino Neri Mexicano, un hombre maduro, con 37 años vendiendo dulces,
chicles y golosinas en este puesto.
Él, como miles de mexicanos, no puede irse a su casa a pasar la cuarentena viendo la televisión, con wifi y netflix.
“Yo voy al día, jefe”, me dice. “Y con estas ventas que están tan bajas,
cómo voy a sobrevivir, de dónde me voy a mantener, si saco apenas 50 o
100 pesos”.
Sabe que se arriesga, sobre todo cuando en Xalapa pasemos a la fase tres y aumenten los contagios comunitarios.
Con dos hijos y su esposa enferma, don Justino no tiene de otra. Sin
embargo, dice que es creyente, que todos los días se encomienda a Dios y
que hoy, cuando pase Jesús por la calle donde él se ha ganado la vida,
le pedirá salud, trabajo y felicidad.
“Yo siempre me pongo en las manos de Dios. Todos los días le pido que no
me falte casa, vestido y sustento”, me dice, mientras va levantando el
puesto de dulces, para retirarse a casa.
Quiere decirme algo más y no sabe cómo, pero en un momento, se lanza
directo: “Que Dios los perdone a todos. ¿Usted cree que Dios está
contento porque se canceló su fiesta de Semana Santa? Claro que Dios no
está contento. Una cosa es que esté la pandemia y
otra que se haga todo esto, para justificar la crisis que tenemos
encima”.
Son sus palabras, es su teoría, como la de muchos mexicanos que no creen
en la realidad de la enfermedad y que han escuchado asumidos teorías
conspiradoras. No lo sé.
Son las ocho cincuenta de la noche y Adriana Rivera, oficial de Tránsito
del Estado, mira hacia el fondo de la calle de Zamora. Está a la espera
de que aparezca Jesús montado en su camioneta blanca. Desde su
teléfono, monitorea el punto en el que va en este
momento.
Me dice que tiene amistad con don Hipólito Reyes Larios, el arzobispo, y
que le tiene una particular devoción a San Rafael Guízar y Valencia.
“Desde niña mi mamá me traía cada 24 de octubre a la fiesta de San
Rafael aquí en la Catedral”, me cuenta emocionada,
recordando las noches en que veía colocar el arco monumental que
feligreses le traían de Teocelo y Cosautlán.
“San Rafael no me deja”, añade, para contarme que un día vio su corazón
incorrupto, en una visita que hizo al monasterio de las madres
Adoratrices en la avenida 20 de Noviembre y que cuando se cambió a vivir
a Xalapa 2000, crearon la Parroquia de San Rafael
Guízar y Valencia. Por eso, a uno de sus hijos, le puso por nombre
Rafael, en honor del santo.
—¿No le da miedo andar en la calle con el riesgo del coronavirus?, le pregunto.
“No. Desde chiquita me formaron con la idea de que Dios nos cuida y yo
así lo creo. Ahorita le doy gracias que tengo trabajo y que estoy sana.
Claro, me cuido, traigo mi gel y a cada rato que puedo me lavo las manos
con agua y jabón”, indica.
“Me encomiendo mucho a Dios, él es mi fortaleza”, añade, para contarme
que cada año, en su rol de trabajo, asiste en el operativo vial de la
Procesión del Silencio.
“Mire, este viernes se cancela, por esta enfermedad, pero es algo muy
bonito, maravilloso, una peregrinación muy emotiva”, cuenta con
nostalgia.
“Hay que confiarnos en Dios. Gracia a Dios tengo trabajo, a pesar del
riesgo que significa estar en la calle”, me dice, mientras otea, en el
horizonte, al fondo de la calle de Zamora, allá por la Escuela para
Estudiantes Extranjeros y el edificio del PAN estatal.
Dan las nueve de la noche y el tráfico sigue fluido. El restaurante VIPS
sigue abierto y motociclistas van y vienen. Un hombre con mochila de
Uber eats se para para descansar. Seguramente ha sido un día agotador.
Otro, de bigote, relativamente joven, me pide
unas monedas para comprar unas tortillas. Lleva en la mano un depósito
de unicel con comida. Quizá es su única comida del día.
En la esquina de Zamora con Enríquez, junto al antiguo edificio en donde
vivió Santa Anna huele a tierra mojada y café. El aire fresco trae
esperanza. A las 21.08, la campanilla a lo lejos anuncia la llegada de
Jesús por la calle de Zamora.
Entra a las 21.10 por Enríquez, protegido por el padre Roberto Reyes
Anaya. Veo en la esquina a don Justino Neri Mexicano, persignarse. Cruza
la calle principal de Xalapa y a las 21.15 toca nuevamente Revolución,
para resguardarse en su sagrario de la Catedral
Metropolitana.
Afuera la vida sigue, bulle, y el reto es uno solo: sobrevivir.
Así me lo dice Ernesto Trujillo, un joven que invita a los transeúntes a tomarse una fotografía por cinco pesos.
“Aguanté una semana guardado, pero está cabrón. Aquí mi dilema era uno
solo: o me quedo en casa o me muero de hambre, no había de otra y aquí
estoy”, me comenta sonriente, de buen ánimo, como si nos conociéramos de
años.
Me muestra sus fotos. Son buenas, bien iluminadas. Cada persona se lleva
4 o 5 y se las mando por correo electrónico en alta calidad, me dice.
También me muestra su equipo, una lámpara profesional y una cámara que
cuida con recelo.
Ernesto trabaja de 8 a 10 de la noche en la calle de Enríquez y aunque
han pasado personas y le han dicho que no se arriesgue, que se vaya a su
casa, él sabe que no puede, porque tiene que comer. “Aquí saco para
comer. No me da para más, pero eso ya es bastante”,
expresa.
Me revela que cada noche escucha a Hugo López Gatell, el súper
subsecretario de Salud que lleva en la palma de la mano todos los datos
del avance de la pandemia en el país.
“Todas las noches lo escucho y me gustaría quedarme en casa, como me lo
pide, pero no puedo. Cuando llegué al extremo de comer una vez al día
dije, no, esto no puede seguir así y me vine a tomar fotos”.
Dice que empezó en Los Lagos, pero se topó con los del área de Comercio
del Ayuntamiento de Xalapa. “No te escuchan. Son como equipo
antimotines. Me pidieron que me fuera más lejos, pero no puedo hacer
eso, porque tengo equipo valioso y por eso soy ‘atracable’”.
Fue también a buscar una oportunidad a la Secretaría del Trabajo, pero
lo llenaron de trámites, de burocracia y al final lo batearon con el
clásico “nosotros te llamamos”.
“Y mira, aquí me la paso, saco para comer y platico con Esteban”, me
dice, señalando a un compañero vendedor ambulante que está a su lado.
Esteban Bravo tiene 33 años de comerciante y 20 elaborando artesanía.
Trabajaba en Los Lagos, pero el Ayuntamiento le quitó su fuente de
trabajo, bajo el argumento de un “reordenamiento”.
“A las autoridades les vale nuestra situación. Uno vive al día. Ellos
tienen su sueldo asegurado. Este fin de semana cerraron Los Lagos y
cuando les preguntamos ‘y nosotros qué vamos a hacer’, nos dijeron: ‘ese
no es nuestro problema, es de ustedes’. Así que
tengo que salir a buscarle”.
Me cuenta que hace unos días, una persona que manejaba un Honda Ascot,
se detuvo en Enríquez y le dijo a él y a Trujillo que se fueran a sus
casas, por el peligro del coronavirus.
“Nos habló fuerte, como dándonos una orden, con mucha seguridad. El tipo
venía en un carrazo, bien vestido, bien protegido. Seguramente tiene un
buen trabajo y un buen sueldo y puede quedarse en su casa. Nosotros no.
Nosotros tenemos que salir a darle, para
la papa”, me anota.
Esteban se queja de la insensibilidad de las autoridades, que dan
despensas solo para controlar a los manifestantes. “Yo no soy de
despensas, yo soy de oportunidades para trabajar y ganarme mi dinero”.
El vendedor de artesanías sabe del riesgo que implica andar en la calle,
pero, reitera, no hay de otra. “Si no me mata el Coronavirus me va a
matar el hambre”, pontifica, mostrando el drama de miles de xalapeños,
veracruzanos y mexicanos en tiempos de pandemia.
Jesús ya descansa en su sagrario en Catedral. Como Dios todopoderoso,
seguramente sigue observando el ir y venir de los xalapeños, sus
anhelos, sus miedos, angustias y preocupaciones.
Ahí está, invisible, confiado en la fe, ese pequeño grano de mostaza,
que es, como lo dijo el viejo zorro domesticado, a un principito
francés, esencial, pero invisible a los ojos.
Son las 9.35 de la noche y aún se ve a gente caminar, subir y bajar. En
el parque Juárez me cruzo con una joven madre, que lleva a su pequeña
hija de la mano. Caminan sobre una alfombra de flores moradas de
Jacaranda, ese maravilloso árbol que engalana la ciudad
en primavera.
En una esquina del parque, casi enfrente del palacio municipal, unas
mujeres desnudas me observan. Carmen Mondragón, Ana Bertha Lepe y María
de los Ángeles Félix, muestran sus torneadas piernas y sus senos firmes.
Se trata de una exposición fotográfica que
ahí quedó, abandonada y a la intemperie.
Son casi las diez de la noche. El puesto de churros, papas y plátanos
fritos de las escalinatas que bajan hacia la Pinacoteca Diego Rivera ya
están cerrando. En el puesto de hotcakes un joven disfruta uno de
lechera con cajeta, una delicia al paladar.
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