Padre Miguel Angel

Saber guardar silencio

Por el padre Miguel Ángel

Cuentan que en un pueblo había una ermita y en ella se veneraba un crucifijo de mucha devoción. Este crucifijo recibía el nombre bien significativo de "Cristo de los Favores".
Todos acudían allí para pedirle al Santo Cristo.

Un día el ermitaño Roque quiso pedirle un favor. Lo impulsaba un sentimiento generoso. Se arrodilló ante la imagen y le dijo: "Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la Cruz."

Y se quedó fijo con la mirada puesta en la Sagrada Efigie, como esperando la respuesta.
El Crucificado abrió sus labios y habló. Sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras: "Siervo mío, accedo tu deseo, pero ha de ser con una condición".
¿Cuál, Señor? -preguntó con acento suplicante Roque. ¿Es una condición difícil?. ¡Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda, Señor!, respondió el viejo ermitaño.
Escucha, suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar silencio siempre, Roque contestó: ¡Os lo prometo, Señor!.

Y se efectuó el cambio. Nadie reconoció al ermitaño, colgado con los clavos en la Cruz. El Señor ocupaba el puesto de Roque, y éste por largo tiempo cumplió el compromiso. A nadie dijo nada. Los devotos seguían desfilando pidiendo favores.

Pero un día, llegó un rico, después de haber orado, dejó allí olvidado su cartera, Roque lo vio y calló. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera del rico. Ni tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa. Al no hallarla, pensó que el muchacho se la había apropiado. El rico se volvió al joven y le dijo iracundo: ¡Dame la bolsa que me has robado!.

El joven sorprendido, replicó: ¡No he robado ninguna bolsa!
¡No mientas, devuélvemela enseguida!.
¡Le repito que no he cogido ninguna bolsa!, afirmó el muchacho. El rico arremetió furioso contra él.
Sonó entonces una voz fuerte: ¡Detente! El rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. Roque, que no pudo permanecer en silencio, gritó, defendió al joven e increpó al rico por la falsa acusación. Este quedó anonadado y salió de la Ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje .

Cuando la Ermita quedó a solas, Cristo se dirigió a su siervo y le dijo:
"Baja de la Cruz, no sirves para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio".
Señor, dijo Roque, ¿Cómo iba a permitir esa injusticia?.

Se cambiaron los oficios. Jesús ocupó la Cruz de nuevo y el ermitaño quedó ante el Crucifijo. El Señor, clavado, siguió hablando:

"Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una joven mujer. El pobre, por el contrario, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo; en cuanto al muchacho que iba a ser golpeado, sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje que para él resultaría fatal. Ahora hace unos minutos acaba de zozobrar el barco y él ha perdido la vida. Tú no sabías nada. Yo sí sé. Por eso callo. Y la Sagrada Imagen del Crucificado guardó silencio".

Cuántas veces nos percatamos de que Dios está en silencio.

Su Divino Silencio son palabras destinadas a convencernos de que el misterio del dolor en este caso seguirá, de cualquier modo, siendo un misterio.

Su Divino Silencio, Transformado en palabras, nos da el mensaje de:
¡Confía en mí, que sé bien lo que debo hacer!

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