Siete Días

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Morir a los cinco años

Decía un sacerdote cuyo sermón escuché en una misa de funeral hace muy poco, que cuando un adulto muere, para sus familiares queda el consuelo de saber que vivió bastante y ya le había llegado su hora, pero cuando muere un niño, es casi imposible entender por qué vivió tan poco tiempo, y aun así, había que agradecer a Dios por haberle dado una vida plena, aunque sea tres, cinco u ocho años.

Era una misa para una niña, tenía cinco años cuando murió y apenas estaba en el kínder. Se mató porque su papá manejaba en estado de ebriedad al regresar de una fiesta y chocó contra un trailer estacionado en el bulevar Anacleto González Flores. Probablemente el lector recuerde haber leído la nota en este mismo semanario hace pocas semanas. Se llamaba Tania y tenía, como se dice, “toda una vida por delante”. Era hija única, estaba en la escolta de su escuela y este febrero la iban a inscribir en la primaria.

Es sabido que todos los días ocurren accidentes trágicos y los que nos dedicamos a escribir este tipo de notas ya estamos acostumbrados a leerlas. Muchos de esos accidentes pudieron haberse evitado. Por el momento recuerdo, muy recientemente, el caso de un niño que se asfixió con la bolsa de aire en Zapotlanejo porque su papá lo llevaba en las piernas mientras manejaba y chocó contra un árbol, y del mismo día que murió Tania, a otra familia en la que murieron varios hermanitos y el papá en en un carreterazo, mientras que la mamá, de apenas 24 años, quedó muy grave.

No hacerle caso a recomendaciones tan sencillas como ponerse el cinturón de seguridad o colocar a los niños en el asiento trasero cuando se viaja ha traído innumerables resultados fatales. No importa que en la misa de cuerpo presente de Tania el sacerdote haya dicho que habría que agradecer que los cinco años que la niña vivió, los vivió en pleno, yo no puedo entender que se haya muerto. Lo entendería si, por ejemplo, hubiese tenido leucemia y a consecuencia de eso muriera, pero el que haya muerto por chocar contra un trailer estacionado, eso no me parece designio divino, sino una tontería. ¿No le dijeron a su papá los familiares en la fiesta que no manejara en ese estado?, sí se lo dijeron. ¿No escuchó nunca que los niños deben viajar atrás y con el cinturón de seguridad puesto? Seguramente sí, pero su mamá prefirió llevársela en los brazos.

El día de la misa de Tania, su mamá estaba en el hospital muy grave, sin saber que su única hija ya había muerto, y su papá estaba también en otro hospital, lamentándose por haber matado a su niña. En la iglesia de San Francisco estuvieron sus familiares, sus tíos y primos, sus vecinos, sus compañeritos de la escuela, cada uno con una flor blanca, las mamás de esos compañeritos y las maestras del kinder. La profesora de su salón, en particular, estaba inconsolable. Los niños, muy serios. Hasta a la niña más alegre y sonriente de ese kinder, una pequeña que curiosamente también se llama Tania, se le había borrado la sonrisa.

Nadie debería tener que pasar por esto. Nadie debería decir que morir porque el chofer manejaba borracho era un “designio de Dios”. Nadie debería chocar contra un tráiler estacionado cuando todavía hay algo de luz del día. La mayoría de los accidentes suceden por descuidos e imprudencias como la del papá de Tania, o la del papá que llevaba a su hijo en las piernas mientras manejaba en Zapotlanejo más o menos por las mismas fechas. O porque alguien dejó a un bebé gateando cerca de una cubeta con muy poquita agua o el aljiber abierto. O porque se quedó una veladora prendida y se incendió la casa. O porque se ha hecho desidia y no se le ha puesto un cancel a una escaleras peligrosas en casas donde viven niños chiquitos. O porque se guardó cloro en una botella de refresco debajo del fregadero. O por muchos otros descuidos y malas decisiones que hemos tenido que reportar en las notas policiacas que aparecen cada semana en los periódicos.
Descansa en paz, Tania.

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