Padre Miguel Angel

Llegó Semana Santa

Por el padre Miguel Ángel Pérez Magaña

Ha llegado el último acto del drama de la vida de Jesús. Era la época de la Pascua y tanto Jerusalén como sus alrededores estaban atestados de gentes. Un gobernador romano hizo una vez un censo de los corderos que se sacrificaban allí en las fiestas de Pascua y llegó casi a 100,000. Ahora bien: la reglamentación de Pascua exigía que debía haber un grupo de diez personas para cada cordero. Si las cifras de aquel gobernador eran exactas, significa que había casi un millón de personas en la ciudad y sus alrededores. La ley mandaba que todo israelita mayor de 12 años debía ir a la ciudad santa a la fiesta de Pascua, y además de los israelitas, eran muchos los miles de personas fervorosas en la religión que iban desde otros países a adorar al Dios de Israel. La ciudad era un hervidero de gente y Jesús no pudo escoger otra fecha más oportuna que ésta para hacer su entrada apoteósica a la capital.
La multitud que lo acompañaba era muy numerosa. La ciudad estaba llena de gente venida de otras partes. Era una oportunidad maravillosa para presentarse como el Enviado de Dios. Cada uno volvería a su casa a contar lo que había presenciado en aquella Gran Semana. Y esas noticias llegarían a muchos países.
Esa entrada de Jesús era un nuevo llamado a los hombres de todas las naciones y razas para que le abrieran: no sus palacios, sino sus corazones.
San Francisco de Borja dice: "Un día pensaba: yo quisiera colocarme en el sitio más bajo y humillante del mundo. ¿Cuál será? Y se me ocurrió: el sitio más humillante del mundo es a los pies de Judas. Y quise arrodillarme allí, pero no pude hacerlo, porque ahí estaba Jesús de rodillas lavándole los pies".
En las casas había un esclavo o un criado en la puerta, con una vasija llena de agua y una toalla para lavar los pies a los invitados, pues los caminos eran muy llenos de barro o de polvo, y todos usaban sandalias que no favorecían casi los pies del polvo o del barro. Pero Jesús y los apóstoles no tenían esclavos ni criados. Así que aquella noche ese oficio lo hizo el Hijo de Dios.
Cuando nos sintamos inclinados a exigir un alto puesto para que brille nuestro prestigio y sobresalgan nuestros méritos, volvamos la vista hacia el Hijo de Dios, ceñido con una toalla y arrodillado ante campesinos polvorientos para lavarles los pies. Y tratemos de aprender la lección.
Antes de crucificar a una persona acostumbraban los soldados exponerle a toda clase de torturas y humillaciones, y la más grave de todas era la flagelación. Ataban al reo a una columna muy baja para que su cuerpo quedara totalmente encorvado y así tuvieran más efecto los latigazos que recibía y luego lo azotaban sin ninguna compasión.
En la Sábana Santa que se conserva desde hace siglos en Turín, Italia, y en la cual se dice que fue envuelto el cadáver de Jesús, después de haberlo cubierto de aromas y que los científicos han demostrado que sí es de telas tejidas hace veinte siglos se conservan las huellas de 96 heridas hechas por azotes. Pero sabemos que la herida no la hace el primer azote que cae sobre la piel, sino el tercero o el cuarto que cae en el mismo sitio.
¿Cuántos azotes le dieron a Nuestro Señor? No lo sabemos. Pero una sola cosa es cierta: que la flagelación fue cruelisísima, y que a juzgar por el odio que tenían los soldados del ejército romano hacia los judíos, y el desprecio que hacia ellos sentían, se habrían cebado los verdugos en la pobre víctima, descargando golpes y más golpes, hasta sentirse rendidos de cansancio.
Los azotes romanos, por su número, por sus fuetes y por lo bárbaros que eran quienes los daban, eran un tormento incomparablemente más cruel que los azotes de los judíos. A Jesús lo azotaron los soldados romanos. No hay duda de que la flagelación de Jesús se hizo en un sitio público, delante de todos, pues los evangelistas dicen que después lo entraron al palacio. Señal de que estaba afuera, cuando fue azotado. La crueldad con que la debieron ejecutar aquellos soldados se deduce del modo como lo trataron luego en la coronación de espinas.
Cicerón, famoso escritor romano que vivó en tiempos muy cercanos a los de Cristo, decía acerca de la cruz: "Amarrar a un ciudadano ya es grave. Azotarlo es mucho más grave todavía. Matarlo es un delito, pero ¿qué diré de la muerte en la cruz? Es una acción tremenda como no se puede describir con palabras que sean capaces de narrar tanta crueldad". Fue esa muerte, la más temida en el mundo antiguo, la que solamente se aplicaba a criminales y esclavos, la muerte que padeció Jesús.
Los condenados a muerte eran llevados atados hacia el sitio de la crucifixión, y como antes de llevarlos los azotaban, iban tan débiles que frecuentemente se tropezaban y caían.
Jesús únicamente encontró por allí a su Santa Madre, a la Verónica y a las santas mujeres. Los hombres estaban muy ocupados en sus negocios, en hablar de política y en cuidar de sí mismos, para tener tiempo para ir a atestiguar a favor de Cristo.
Jesús salió lastimado y sangrante, con la carne hecha trizas por los azotes, cargando su propia cruz, hacia el lugar donde debería morir. Era cerca de mediodía.
La pascua es fiesta de alegría. La palabra que más repetimos en este tiempo es "Aleluya", que significa "Alabado sea Dios, bendito sea Dios" (Alelú Yavé). Era la exclamación de los israelitas cuando recibían una noticia que los inundaba de alegría: "Aleluya"
Jesús se aparece primero a dos grandes pecadores: Pedro y Magdalena. Para decirnos a nosotros pecadores arrepentidos: no recordaré qué tal haya sido tu mala vida pasada: si quieres convertirte y ser mejor de hoy en adelante, serás mi amigo para siempre.

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