Así somos los mexicanos

Por el padre Miguel Ángel
Padre.miguel.angel@hotmail.com


Me platicaron que en una encuesta, se preguntó a numerosos mexicanos que harían si tuvieran un millón de pesos. Todos incidieron en casa y carro.

El mexicano es generoso por definición. Desprendido. Manirroto. Sin apego al dinero. En casos urgentes, como la enfermedad de un pariente o la premura de un viaje, es capaz de quedarse sin nada con tal de atender la inesperada urgencia. No le duele gastar cuando el dinero se precisa. Al contrario, lo hace natural y espontáneamente. Con gusto se aprieta el cinturón por varios años, si con ello logra dar estudio y título a los hijos, por quienes es capaz de quedarse sin camisa.

El mexicano ayuda a los demás en cuanto puede. Coopera a las obras de servicio común, si le consta la honradez de quien maneja los fondos. Y no duda en socorrer a un mendigo, sin pensar que puede ser engañado, según se dice por ahí que los pordioseros celebran cada año su convención en Acapulco y que “hasta pa pedir limosna se requiere capital”.

Quizá de generoso se pase el mexicano, porque por una parte no sabe ahorrar y por otra no sabe gastar. Vive entre la imprevisión y el derroche.

El ahorro nunca fue nuestro amigo, por la sencilla razón de que no hay que ahorrar; y cuando hay, entonces se desquita el mexicano gastándolo a manos llenas y agujereadas.

Las sufridas amas de casa son los únicos seres del país que ahorran, cuidan el dinero, lo estiran hasta límites increíbles que ningún alto financiero podría explicar, hacen rendir la comida, anda a caza de baratas y ofertas, exigen el vuelto en las compras hasta el último centavo, entienden que no hay monedas pequeñas. Artistas de las finanzas, especialistas en planificaciones a corto plazo, las amas de casa cuidan la quincena como su alma, conforme los maridos tienen en igual descuido el salario y el alma.

Cuando se trata de quedar bien, el mexicano echa la casa por la ventana. No importa que se quede hipotecado y empeñe la televisión en el Monte de Piedad.

Una vez decidido a hacer una comida el día de su onomástico o celebrar la boda de la hija, habrá que salir del trance con la frente muy alta, alardeando de abundancia y ostentación de plenitud. Preferiría no hacer nada, a salir simplemente del paso. Cuando se hacen las cosas, se hacen en grande. Que si se queda sin dinero y con deudas, se satisface pensando que una vez es una vez y que después Dios dirá.

El mexicano no sabe jerarquizar los gatos. Invierte primero en lo superfluo, luego en lo necesario. Primero la televisión que el refrigerador. Antes el carro que la casa. Las notas de de refrescos y cervezas suelen ser superiores a las de leche y carne. Hay familias que gastan más en divertirse que en alimentarse. Nadie se queja de las entradas del futbol, pero todos se duelen del precio del azúcar. Nunca se ha dejado de ir al box por el pretexto del alza de la vida; pero por el mismo pretexto, se rehuye gastar en la educación de los hijos.

Todo cuando compra el mexicano, lo compra en abonos, aunque puede pagarlo al contado y aunque le resulte más caro. Cuestión de costumbre. Por eso los aboneros hacen su agosto durante todo el año. Lo que le venden al mexicano en abonos, él lo compra, sea lo que sea y en abonos fáciles. ¿Por qué compraste ese reloj?, le pregunta la mujer al esposo. No es que lo necesite, ni que le haya gustado. Es que se lo vendieron en abonos.

Impuntual en todo, el mexicano no lo es menos para pagar las deudas. Las letras andan retrasadas como los ferrocarriles. Le debe al banco, a la escuela, al supermercado, al municipio, al vecino y al compadre. Pero hay una ventaja. Como anda uno, así andan los demás. Todos le deben a todos. No más que me paguen a mí, le pago a usted. No hay gente más paciente en el mundo que los cobradores mexicanos. “Debo no lo niego, pago no tengo”. “Las deudas viejas no se pagan y las nuevas se dejan envejecer. Ya están los pobres acostumbrados a que uno los reciba con un feo “vuelva usted mañana” que ellos agradecen con la mejor de sus sonrisas.

No se contenta el mexicano con deberle a los hombres, sino que además anda en deudas con los santos del cielo. Por algo hay un refrán que dice: “Deberle a las once mil vírgenes y a cada santo una vela”. Ante cualquier apuro, promete mandas a toda especie; y como el prometer no empobrece, se le van acumulando peregrinaciones a pie a San Juan de los Lagos, bailes al Señor de Chalma, limosnas a la Virgen de Guadalupe, milagros de oro a San Antonio, listones a San Benito, con lo que apenas alcanza la vida para salir de deudas con el otro mundo, como si fueran pocas las que tienen contraídas en éste.

No podemos comprar sin regatear. Sólo hay alguien que aventaja al mexicano en la lucha campal del regateo, es la mexicana.

El comerciante señala el precio de la camisa: cien pesos. El cliente suspira: ochenta. Entre esos límites se establece el forcejeo a cuerpo limpio. A ver quién vence a quién. Argumentos van y vienen. Súplicas, ejemplos, historias tristes, teorías económicas, todo es válido en el juego, menos perder.

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