Carretadas de muertos por la influenza española


+ Un relato de la epidemia en un pueblo de Sonora

A finales de 1918, hace 91 años, inició una epidemia que se convirtió en pandemia y que mató entre 50 y 100 millones de personas. Se le llamó Gripe española, Gran pandemia de gripe, la Epidemia de gripe de 1918, La Pesadilla y La Cucaracha, pero con el transcurso de los años fue más conocida como la Influenza Española, aunque no empezó en España, sino en el estado de Kansas, en Estados Unidos, pero se le llamó así porque la pandemia recibió más atención de la prensa española que no estaba participando en la Primera Guerra Mundial y por lo tanto no había censura en ésta.

La provocó un virus tipo A del subtipo H1N1 que causa la gripe en aves y en mamíferos. Su huésped natural son las aves pero puede infectar a varias especies de mamíferos, incluyendo a los humanos y a los cerdos. Todos los subtipos conocidos son endémicos en pájaros y la mayoría de los subtipos no causan endemias fuera de las aves, por lo que básicamente era una gripe de aves.

En la página www.geocities.com/sanpedrodelacueva/EPIDEMIA.htm encontramos un relato de cómo se vivió y sufrió la influenza española en el pueblo de San Pedro de la Cueva, Sonora, que escribió en 1981 Enrique Y. Duarte. Le dimos una pequeña corregida y se lo presentamos a continuación:

"Por: Enrique Y. Duarte
Julio 31 de 1981. San Pedro de la Cueva, Sonora, México.

A fines de octubre de 1918 empezó la influenza Española en este pueblo, primeramente se enfermó un niño llamado Pastor Romero, hijo de José Romero y Remedios Noriega de Romero, le pusieron cuarentena, por fuera de su casa en la calle pusieron unas piolas para que nadie pasara por ahí, las provisiones que necesitaban se las ponían al otro lado de las piolas para no tener contacto con las gentes que vivían donde estaba el enfermo.

Como a los tres días murió el niño. En seguida se enfermó la mamá y otro hijo y también murieron, al siguiente día fue general la enfermedad en todo el pueblo, hubo casas que no quedó nadie sin enfermarse, cayeron todos el mismo día, a mí me dolió la cabeza todo el día y eso fue todo. Mis hermanos eran seis solteros y todos se enfermaron, mi mamá y la mamá de mi mamá que ahí vivía con nosotros no se enfermaron. En casa de Esther mi hermana cayeron todos el mismo día, ella, su esposo y 4 hijos, me los traje a todos a nuestra casa en una carretilla, eché viajes y viajes, en ese tiempo no había carros, lo mismo lo hice con mi hermana Lupe, su esposo y una niña que tenía. También me traje a una hermana de mi mamá que se llamaba Antonia y seis hijos, en total acabalamos veintidós enfermos. Mi mamá y yo los atendíamos día y noche curándolos y dándoles alimentos, y mi abuela (María) era la cocinera para todos.

Como la tercer noche (a) mi mamá la venció el sueño y cayó al suelo en el corredor y luego comenzó a roncar, traía una lámpara en las manos y le cayó en las enaguas y comenzaban a arder cuando salí y se las apagué, y esto se volvió a repetir igual enteramente la siguiente noche, porque no había descanso ni de día ni de noche. De los veinte y dos enfermos nada más murió un niño de seis años llamado Adalberto hijo de Esther mi hermana y de Manuel S. Encinas, teniéndolo acostado en medio de ellos no se dieron cuenta cuando murió, yo lo estuve atendiendo ya al fin, me pedía agua y se la daba, ni bien ponía la cabecita en la almohada y otra vez agua, ya me tenía enfadado, que después que se murió me pudo mucho haberme enfadado con él, lo saqué al corredor y lo puse sobre una mesa y le hablé a Amalia mi hermana, era su madrina, se levantó envoltijada porque todavía estaba enferma, sacó una sábana y lo envolvimos, como a Celia mi hermana de ocho años de edad era la última que atendíamos, una de las veces ya la encontramos muriéndose, ya sin habla, nada más con la vista fija viendo las vigas, era de pura debilidad, luego acudió mi mamá a darle una tasa de atole blanco con una cuchara de aceite mexicano, era la medicina más eficaz en ese tiempo, se la dimos la medicina, es decir, el atole con una cuchara, estaba acostada boca arriba, tragaba con mucha dificultad, cuando terminó la taza comenzó a volver en sí, al rato ya comenzó a hablar, que si nomás nos tardamos poco más la hubiéramos encontrado muerta.
 Después cuando se comenzaron a aliviar no tenían llene, mi mamá tenía como unas 50 gallinas y todas las maté, además tenía unas 40 vigas para hacer unas piezas, todas las partíamos para leña.

Había un doctor llamado Uribe Corona, que todos los que atendía era seguro la muerte. Tenían que pagarle primero 20 pesos, menos no iba, valían las vacas en ese tiempo 15 pesos; a mí me vino en el pensamiento que éste les daba veneno para tener más enfermos que atender, nosotros no lo quisimos ver aunque se nos vieran unos muy graves. Cuando supe que lo habían visto para que curara a Florencio Nuñez, hermano de Georgina de Juan Peñúñuri, luego dije para mañana va a amanecer muerto, dicho y hecho, amaneció muerto, me subí a la azotea para ver cuando lo sacaran para echarlo a la carreta que acarreaba a los difuntos al cementerio, era uno de los más amigos que tenía, éramos más o menos de la misma edad.

El que los sepultó a los 150 y que nadie le ayudó fue mi compadre José Trejo, él los recogía en sus casas y los llevaba al cementerio en una carreta de hierro de su propiedad estirada por una mula, en el cementerio había una mesa grande y allí los dejaba para volver por otro viaje, cuando ya pasaban de 15 los sepultaba, él solo abría el sepulcro. Una de las veces, subiendo la cuesta al cementerio se le reventaron las cadenas de la carreta y se le hizo un desparramadero de difuntos, los volvió a echar a la carreta. Otra de las veces traía unos de la calle Sinaloa y en el camino revivió una muchacha y se devolvió a dejarla. Cuántos llevaría desmayados y los enterró, porque hubo casas que no quedó ni quien les diera un vaso de agua.

Yo me daba cuenta de los que morían todos los días porque acarreaba agua en un caballo y me encontré con mi compadre José y me decía, un día murieron 21. Una de las veces que llevó un viaje en la noche y había luna muy clara, vio (que uno) de los que tenía en la mesa lo llamaba, me dijo: ay compadre, se me pararon los cabellos y el sombrero y me quedé estancado, no me podía mover, no le miento compadre, al rato me recobré y me armé de valor y dije: no me voy sin desengañarme y me acerqué a la mesa, y resulta que uno de los muertos tenía un brazo parado y la manga de la camisola tenía un puño desabrochado y estaba haciendo viento y le estaba volando el puño, y eso era lo que vi que me llamaba, se me afiguró que era (una) mano, nomás no me desengaño me vengo y no vuelvo de noche.

Otro día al pasar por la calle Jiménez me habló doña Margarita F. de Escamilla (alias la Tuca), por ese nombre nomás la conocíamos, para que me llevara a su hijo Ignacio como de 25 años de edad, y entré a sacarlo para echarlo a la carreta y resulta que estaba vivo todavía, y le dije déjelo que se muera, en otro viaje me lo llevo; no, me dice, llévatelo de una vez, para qué vas a volver. Pues ella ya estaba resignada a que iba a morir, al siguiente día volvió mi compadre y ya se había muerto y se lo llevó.

La familia del director de una de las orquestas que había aquí, se la trajo mi compadre José a su casa, eran cinco, uno de los hijos como de 12 años de edad murió estando en medio de sus padres y no se dieron cuenta, entonces mi compadre José lo sacó y lo echó en un saco de abrigo y lo puso atrás de una de las puertas del zaguán, a esperar que se muriera la mamá para llevarlos juntos, esto fue en la mañana y en la tarde murió la mamá Josefa y se los llevó.

En ese tiempo había aquí una muchacha muy católica de las que poco habrá habido en este lugar, siempre usaba ropa negra y larga, era muy bonita, muy blanca, nada más que era muy delgada, entonces dicho doctor, que ya lo mencioné al principio de esta historia, la consiguió que se casara con él y al poco tiempo se casaron por el civil, se llamaba Paula Romero, ella era de aquí del lugar. Cuando se iban a ir a vivir a México fuí a despedirme de ellos, cuando entré a su casa me sorprendí al ver una mesa grande colmada de calcetines llenos de dinero, pura moneda oválica -en ese tiempo no había billetes-, cuando llegaron a México compraron dos casas, una para vivir y otra para rentar, al poco tiempo volvieron para acá porque Paulita tenía muchos familiares aquí, anduvieron visitando, vinieron aquí a mi casa y yo ya estaba casado, la traía con la ropa muy corta y destapada, y una medalla muy grande de puro oro, grande de más, y le dijo: Paulita, enseña la medalla, no necesitaba enseñármela, de lejos se veía, la hizo a un lado pero sin voltear, era muy vergonzosa. Se volvieron a ir para México y allá murió el doctor, entonces ella vendió las dos casas y se vino a vivir aquí, puso una botica y la hacía también de curandera y por fin vino muriendo y hasta aquí es el fin.

Se me había pasado esto: La influenza terminó hasta fines de enero de 1919. El último que murió fue Chalo Navarro, de Manuel E. Cruz.
 Aquí murieron 150, la mayor parte jóvenes, en Batuc 90, en Tepupa 60, en Suaqui 110, estos tres pueblos eran circunvecinos de aquí.

Paleografiado y relatado por Lic. Juan Antonio Ruibal Corella.

Hasta ahí el relato, usted sabe si se cuida ahora.

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