Por Juan Flores García
Tepatitlán, conocido cariñosamente por Tepa, nombrado así por el amor entrañable que le tuvieron nuestros antepasados, los que gozaron a sus anchas cada rincón fue suyo, cada espacio tan amplio como quisieron fue de ellos. Tepa formó parte de un conjunto de pueblos con sus antiguas costumbres llenos de casas de las que no escapan rumores, risas, gritos, llantos, pero a lo alto, la fragancia de finos leños consumidos en hornos y cocinas, envueltas para regalo con tejas de humo.
Pueblo con sus fiestas con sus mujeres llenas de luto; viejitas, mujeres maduras, muchachas de frescura eterna, niñas en los atrios de iglesias, en la soledad callejera, dentro de tiendas y de algunas casas.
Pueblo con otras músicas cuando, que cuando clamorean las campanas, propias a doblar por angustias y cuando en las iglesias la opresión se desata en melodías lastimeras, en coros atiplados y roncos. Horror sagrado al baile; ni por pensamiento, las familias entre si visitan en caso de enfermedad o pésame, quizá cuando ha llegado un ausente esperando mucho tiempo. La limpieza pone una nota de vida. Bien barridas las calles, blanqueadas la paredes de las casas y ninguna ni en las orillas ruinosa. Los varones, viejos de cara enjunta, afeitados, muchachos chapeteados, con limpias camisas, de limpios pantalones; limpios los jornaleros de calzón blanco.
Limpias las mujeres que son el alma de los atrios, de las calles llenas de sol. En cada casa un brocal, escondido a las miradas de forasteros como las yerbas que florecen en macetas que están poblando los patios, los corredores, olientes a frescura y paz. Mas adentro la cocina, donde se come tan bien. Allí las mujeres vestidas de luto lisamente peinadas.
Luego las recamaras, imágenes y más imágenes. Una petaquilla cerrada con llave, algún armario, algunas sillas. Todo pegado a la pared, las camas arrinconadas (debajo, canasta con ropa) y en medio de las piezas gran espacio vacío. Las salas son por sus muchas sillas en las rinconeras, las imágenes principales del pueblo y del hogar, el Santo Cristo, alguna Cruz Milagrosa que fue aparecida en algún remoto tiempo, a algún viejo pariente. De las torres bajan las órdenes que rigen el andar de la casa. Campanadas de hora fija, clamores, repiques.
Pueblo religioso. Cantinas vergonzantes, barrio maldito, perdido entre la cuesta baja al río, pueblo con billares, con fonógrafos y pianos.
El deseo, los deseos disimulan su respiración, en el rostro de las mujeres con luto, de los hombres importantes, de los muchachos colorados y de los muchachillos pálidos. Hay que oírlas con los rezos y cantos de la iglesia donde se refugia. Respiración profunda a fuerzas contenida.
Los chiquillos no pueden menos que gritar, caminan por las calles a veces. ¡Cantarán las mujeres! No, nunca, sino en la iglesia los viejos coros de generación en generación, aprendidos. Al paso del cura o sus ministros, los hombres van descubriéndose, los hombres y las mujeres, los niños les besan la mano. Cuando llevan al santísimo, revestidos, un acólito (revestido) va tocando la campanilla y el pueblo se postra; en las calles, en la plaza. Cuando las campanas anuncian la elevación y la bendición, el pueblo se postra, cuando las campanadas, lentas, muy lentas tocan las doce, las tres, y la oración, se quitan los sombreros. Cuando la campana mayor, muy lenta, toca el alba, en oscuras alcobas hay toses de ancianidad y nicotina, toses leves y fuertes, con rezos largos, profundos a medio apagar, viejecitos de nuca seca, mujeres y campesinos madrugadores arrodillados en oscuros lechos bostezando entre palabras de oración, mientras la campana ronca, da el alba.
Los matrimonios son en las primeras misas. A oscuras o cuando raya la claridad todavía sin ganas. Como si hubiera un motivo de vergüenza misteriosa. Los matrimonios nunca tienen solemnidad como la de los entierros, de las misas de cuerpo presente, cuando se desgranan todas las campanas en plañidos prolongados, extendiéndose por el cielo como humo cuando los tres padres y los cuatro monaguillos vienen por el atrio, vienen por las calles al cementerio, ricamente ataviados de negro al son de cantos y campanas.
Hay toques de agonía que piden a todo el pueblo, sobre los patios, en los rincones de la plaza, de las calles, de las recámaras, que piden oraciones por un moribundo. Los vecinos rezan el Sal, alma cristiana, de este mundo… y la oración de la Sábana Santa.
Cuando la vida se consume y las campanas mudan de ritmo y los vecinos dan cuenta de que un alma está rindiendo severísimo juicio, corre una general angustia por las calles, por las tiendas, entre las casas.
Algunas gentes que han entrado a ayudar a bien morir, se retiran; otras de mayor confianza, se quedan a ayudar a vestir al difunto, cuando se ha pasado un rato de respeto, mientras acaba el juicio, pero antes de que el cuerpo se enfríe.
Esto eran los pueblos, todos; nuestro Tepa, cuando era pequeño así se vivía. Y con esto decimos que así fue Tepa en el Tiempo.
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