San Vicente de Paul


Por el padre Miguel Ángel
padre.miguel.angel@hotmail.com

Una pequeña choza en la comarca más pobre de Francia fue la casa paterna de Vicente. Cuidó el ganado y reunió dinero para sus estudios, dando clases a alumnos retrasados. No tenía la menor intención de ser un santo. Su meta era conseguir un beneficio eclesiástico para mantener a sus padre y hermanos. A los 19 años ofició su primera misa y a los 23, sus estudios académicos le merecieron el grado de bachiller en teología.

Pero de repente, una rara aventura anuló todos sus planes, tenazmente perseguidos. Sin misericordia había metido en la cárcel a un deudor para que pagara. Pero cuando tranquilamente navegaba de Marsella a Tolosa, fue herido por piratas tunecinos, vendido como esclavo y tratado con tan poca misericordia como él había tratado a su deudor. Trabajando diariamente bajo el sol abrasador de África, expió las culpas de su carácter inquieto. Después de algunos años de esclavitud, logró fugarse y llegó a París, donde la princesa Margarita de Valois le encomendó la distribución de las limosnas.

Vicente de Paul era en la gran ciudad uno de tantos miles de sacerdotes que son campo de acción propiamente dicho gozaban de sus beneficios, mientras que en las regiones rurales los sacerdotes mal pagados apenas administraban los sacramentos.

Las palabras y el ejemplo de su confesor, el padre Bérulle, del Oratorio de París, sacaron al joven cura de su comodidad burocrática. Cuatro años de luchas, angustias y dudas lo maduraron para cambiar radicalmente su vida.

Vicente de Paul dejó el servicio de la princesa. Como cura de la parroquia suburbana de Clichy, aprendió a deshacerse de sus bienes a favor de los pobres. Espantado de la ignorancia religiosa del pueblo, empezó, con la ayuda de los padres jesuitas, las misiones populares. Como cura en Chatillon les Dombés realizó la idea de la misericordia fraternal dentro de la comunidad, en una forma completamente nueva. Con un sermón conmovió a los corazones de sus feligreses de tal suerte, que muchísimos se dedicaron al cuidado personal de los enfermos y a visitar a los pobres, compartiendo sus bienes con ellos.

Vicente de Paul encauzó ese celo impetuoso en dos cofradías eclesiásticas para hombres y mujeres: las “Siervas de los Pobres” que, con la misma regularidad, debían cuidar de los pobres en general, los abandonados y los limosneros. Así creó el modelo para futuras asociaciones vicentinas e isabelinas.

Con la ayuda del jefe de las galerías, abrió la primera misión de reclusos en las prisiones de París y en las galeras de Marsella y obtuvo éxitos milagrosos con los criminales más desalmados y degenerados. Luis XIII, con razón, lo nombró superior de todas las galeras.

Vicente de Paul encontró en todas partes sacerdotes magnánimos, que quisieron ayudarle en esta generosa opción por los pobres.

No quería fundar una orden. Su comunidad debía ser una asociación de sacerdotes seglares, bajo una dirección firme. Así, a cualquier hora del día, los “barbichets”, como se les llamaba, salían de tres a tres a los pueblos.

También hubo entre ellos sacerdotes misioneros que fueron a Túnez, a rescatar esclavos cristianos; a Madagascar y Asia, para poner las bases de una acción misionera entre los pueblos paganos.

En el año de 1625 había tres curas misioneros. Al morir el santo eran 622.

Para ejercicios espirituales del clero recibió Vicente el antiguo hospital de leprosos de San Lázaro. De esa casa surgió la renovación de una gran parte del clero francés.

Luis XIII mandó ocupar las sedes episcopales vacantes exclusivamente con sacerdotes que, con regularidad, habían asistido a dichas pláticas.

Sabemos que la palabra “misericordia” tenían un significado especial para Vicente. Para él, la diferencia entre obras de caridad corporales o espirituales era teórica. No podía imaginarlas una sin la otra. Si a un pobre hombre lo sacaba de la miseria, era natural que también le acercara la luz de la gracia a su mente ensombrecida; y si se preocupaba por un alma perdida, se hubiera avergonzado si sus protegidos hubiesen seguido sufriendo hambre y frío, inmundicia y enfermedad.

Muchísimo le ayudó Luis de Marillac, viuda de Gras, que fundó las “Hijas de la caridad cristiana”. El hábito de las “vicentinas” se convirtió al fin el símbolo de la caridad moderna, lo que estas hermanas sencillas realizaron en tiempos de guerra o de paz en las barracas infestadas de cólera o de tifo, con heroísmo callado desde hace 300 años, no podrá recompensarlo ningún premio Nobel del mundo.

Las diversas fundaciones de san Vicente en todo el mundo muestran su espíritu de apóstol, que practicó el himno al amor de san Pablo. Al pasar a mejor vida, el 27 de septiembre de 1660, sus amigos recordaron una palabra del santo: “Después de todo por nuestro Señor, ya no nos queda nada que regalar. Pondremos la llave bajo la puerta y calladamente nos iremos”.

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