El ánima de Doña Chinda


Ahora que me acuerdo (6)

Gustavo González Godina 

   Bueno, regreso al tema de los hallazgos de dinero enterrado, tan popular en esa parte del país donde nací. En varios estados del occidente como Jalisco, Zacatecas, Guanajuato, Querétaro y otros, la gente está familiarizada con esas historias, porque todo mundo ha escuchado alguna o más y en ocasiones hasta se conoce a alguien que tuvo la suerte de encontrar dinero enterrado. La presente historia estará entreverada con el tema que tocamos antes, de la posibilidad de que haya vida después de la vida, por las muchas experiencias que han tenido personas que aseguran haber visto o escuchado cosas que no se explican y que por lo general las han atemorizado.

   Yo he escuchado ruidos donde no hay nadie, siempre de noche, pero no me han aterrorizado aunque me parezca que es algo anormal si aparentemente no hay nada ni nadie que lo haya provocado, más bien no le doy importancia si lo escucho una sola vez. Un ruido, como el que produce un mueble contra el piso al ser movido de lugar, puede tener muchas explicaciones, pero si lo oigo más de una vez, la segunda ya me llama un poco la atención, y si se repite una tercera vez o más ya me da en qué pensar, ya no se diga si se oye durante varias noches.

   No sé si será cuestión de sensibilidad. Por qué a algunas personas les pasa o creen que les pasa -como a mí- y a otras no, pero yo puedo asegurar que me ha ocurrido en los lugares más insospechados. Me pasó incluso en las oficinas del Diario Política donde trabajo, llegué ahí a ocupar físicamente el lugar que ocupó el licenciado Angel Leodegario Gutiérrez en vida, su oficina, su escritorio y su silla, detrás de la cual hay en la pared una foto suya. Antes me quedaba ahí por horas después de terminar la jornada laboral hasta en la madrugada, 2 o 3 de la mañana, y en más de una ocasión escuché, estoy seguro, que se movió (se arrastró) un mueble fuera de esa oficina, en el área de la Redacción. Como ya dije, al primer ruido no le di importancia ni le puse atención casi, pero cuando se repitió ya fue diferente, me quedé en silencio un rato y lo volví a escuchar, así que salí de la oficina, prendí todas las luces de la Redacción y la recorrí para revisar si había alguien (esto poco después de las 12 de la noche cuando ya no debía haber nadie) y no, estaba yo solo en la oficina del Director, en el resto de las instalaciones no quedaba ni un vivo, ni un tonto tampoco… apagué las luces, cerré y me fui.

   Pero volvió a ocurrir. Otra noche pasó lo mismo, pasada la media noche el mismo ruido, una vez, otra vez y otra vez, me levanté, me dirigí a la puerta de la oficina y desde ahí pregunté en voz alta: ¿Hay alguien aquí? Nada… nadie contestó porque no había nadie, salí de la oficina, prendí todas las luces como la vez anterior y recorrí la Redacción preguntando quién carajos estaba bromeando. Nada… La tercera noche, días después, cuando me volví a quedar hasta la madrugada, ya de plano me puse como loco al escuchar los ruidos, no como loco histérico y apanicado, sino como loco porque al recorrer la Redacción en busca del origen y explicación de los ruidos, preguntaba yo en voz alta: “Licenciado, ¿es usted?”, me quedaba callado un momento y agregaba: “si es usted dígame en qué lo puedo ayudar…” Imagínese, como loco, si alguien de este mundo me hubiera escuchado me hubieran internado en un manicomio, afortunadamente nadie me escuchó, ni de este mundo ni del otro, porque nadie me contestó. Le platiqué de esto a mi patrona la señora Yolanda Carlín y Ella sí me creyó, me dijo “voy a mandar decir unas misas” (por el eterno descanso del alma de su marido el Licenciado Gutiérrez) y seguramente lo hizo. Coincidencia o no, me seguí quedando hasta en la madrugada en la oficina de quien fuera mi patrón y jefe por muchos años, y nunca más volví a escuchar los ruidos.

   El que sí escuchó con toda claridad a alguien que ya se había muerto, según él, fue mi papá. Cuenta (contaba) que estaba joven, ya era adulto pero joven, cuando en una ocasión que le tocó a Él quedarse a dormir en el campo, en el potrero donde pernoctaban los bueyes de un par de yuntas, para levantarse a las 4 de la mañana para darles de comer con el fin de que a las 6 cuando llegaran sus hermanos ya estuvieran listos para el trabajo, se acostó a dormir en un petate en un cuartito que había a medio potrero, y no se había dormido aún cuando vio que entró al cuarto sin abrir la puerta una sombra, que le dijo al oído: “Andrés, debajo de donde guardaba yo la harina dejé un dinero enterrado, sácalo, es para ti”.

   ¡Ay guey! Otra de las consejas populares que hay en torno al dinero enterrado y a los muertos que “se aparecen”, es que insultándolos se van, desaparecen.  En ese momento se acordó mi papá de que en ese cuartito vivía una anciana a la que llamaban Doña Chinda y que se había muerto hacía algunos meses, se asustó mucho y recordó también la forma de alejar a los espíritus de los muertos, así que le mentó la madre a Doña Chinda y le dijo cuanto insulto se le ocurrió, y la sombra desapareció. Pero igual mi papá se asustó tanto que también se salió del cuarto y se fue a dormir junto a los bueyes. A dormir es un decir, porque ya no pudo conciliar el sueño.

   Pasó. Pasaron los días y con ellos un poco el miedo que le causó a mi padre la aparición. Y como era de esperarse, la ambición vino a reemplazar al miedo y allá va mi papá al cuartito de Doña Chinda a ver qué encontraba de raro, con suerte y hallaba el dinero que le dijo la viejita aquella noche. Antes preguntó en el rancho a quienes la habían conocido dónde era que guardaba Doña Chinda la harina, y le dijeron que la viejita tenía por costumbre guardar en una hilera de ollas junto a la pared, en el suelo, azúcar, manteca, frijol, harina y otros productos para comer. Bueno, pues con esa información allá va don Andrés en busca del tesoro.

   Decía que llegó, entró con un poco de miedo aún, pero menos porque era de día, y que vio en el piso, junto a la pared, las huellas de donde habían estado asentadas las ollas durante mucho tiempo. “Levanté un ladrillo, estaban flojos, y nada; levanté otro y nada, y así fui levantando uno tras de otro, eran como ocho los que tenían las huellas, y cuando iba a levantar el último, donde estaba la de la harina seguramente, escuché que afuera de la casita se caía una cerca de piedra, escuché claramente el ruido que producen las piedras al caer, estábamos familiarizados con eso, salí a ver qué había pasado y, ¡nada!, no había pasado nada, todas las cercas estaban en su lugar, intactas; entré otra vez al cuarto, y cuando estaba a punto de levantar el mismo ladrillo, escuché que por el callejón bajaban a todo galope un grupo de jinetes, salí a ver y ¡nada!, ni caballos ni jinetes, todo era quietud en el rancho. Me asusté más que aquella noche y dije ¡vaya al carajo! el dinero y salí corriendo”.

   Pero la ambición puede más y logra a veces vencer al miedo. Regresó mi papá otra vez días después, y al entrar al cuartito de Doña Chinda vio que el ladrillo que iba a levantar ya no estaba en su lugar, lo que había era un hueco de más o menos cuarenta centímetros de profundidad, y tepalcates, es decir, pedazos de una olla o de un cántaro pequeño, que aún tenían -ja ja ja ja ja- las huellas redondas de las monedas que ahí estuvieron y que alguien se había encontrado y se las había llevado. Se le adelantaron al que sería después mi jefecito, porque ya no era para Él el dinero, porque le mentó su madre e insultó al ánima de Doña Chinda.

   Después se supo quién se encontró ese dinero, una señora que se llamaba Doña Cristofina. Porque si en un pueblo todo se sabe, pues en una ranchería de cuando mucho 200 habitantes con mayor razón, Ella fue la ganona. Por el momento, porque la historia no terminó ahí. Años después Doña Cristofina viajó a Guadalajara cargando sus monedas de oro y de plata en un morral, y llegó así hasta una sucursal de Bancomer -que en ese tiempo se llamaba Banco de Comercio-, le mostró una moneda de oro a un ejecutivo y le preguntó como cuánto le podrían dar por ella en el banco. El ejecutivo le preguntó si nomás traía esa y Ella inocentemente le dijo que no, que el morral que cargaba estaba lleno, de esas doradas y de otras blancas. “Ah pues le calculamos el precio de todas de una vez -le dijo el empleado del banco-, permítame su morral, siéntese por favor”. La Señora le entregó el morral y se sentó. “Espéreme un momento”, le dijo el ejecutivo, quien se metió por una puerta a otra área del banco, salió por otra a la calle y anda vete dinero de Doña Chinda. La señora Cristofina comenzó a desconfiar, se desesperó y empezó a preguntar por el empleado, primero en voz baja y luego a gritos, histérica, quería su dinero. Hizo el pancho de su vida, pero a la marmaja le salieron alas y nunca más la volvió a ver. No era para Ella tampoco, quién sabe si para el ejecutivo del banco… hasta ahí supo mi padre de la historia.

   Le contaré de mi mayor experiencia (y la más cercana) en este tema del dinero enterrado, ésta la viví y aún no me explico qué fue lo que sucedió. Pero antes otra historia de mi insistencia por hablar con los muertos.


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