¡Dios cenó conmigo!
Un amigo me platicó la gran experiencia que vivió en la Noche Buena que acaba de pasar. Me decía lo siguiente:
Tuve el presentimiento de que Dios nos acompañaría a cenar el 24 de diciembre. Así que decidí arreglar de forma muy especial la casa. Necesitaba que todo estuviera en perfecto orden. ¡No lo podía creer! ¡Dios va a cenar hoy con mi familia!
Este evento tan especial no se lo comentó a nadie, para que fuera una sorpresa; solo les pedí que dejaran un lugar en la mesa y, aunque se encontraban un tanto extrañados, lo hicieron.
El tiempo transcurría, la noche se acercaba y acrecentaba mi nerviosismo. Al dar las 8:00 de la noche los invitados empezaron a llegar: mis padres, mis hermanos, mis primos, mis amigos; ninguno de ellos imaginaba lo que estaban a punto de ver.
Al observar a tanta gente decidí ir a comprar unos refrigerios; subí al automóvil y en el trayecto a la tienda de autoservicio, observé a un niño que me pedía una moneda para mal comer; aquel chiquillo me inspiró ternura, y decidí invitarlo a cenar. Se subió al automóvil, y al llegar a la tienda, nos encontramos a una viejecita que me pedía un trozo de pan; sin saber por qué le compré varias cosas para que cenara; en agradecimiento, me dio su bendición y sentí algo hermoso.
Rumbo a mi hogar, observé a una jovencita que vendía, por pocas monedas, su cuerpo; se encontraba temblando de frío y, cosa extraña, tomé mi saco, me acerqué y la cobijé con él; le dejé mi tarjeta para que me visitara después, ofreciéndole un buen trabajo, y le pedí que no siguiera vendiendo su cuerpo. Además le regalé mis refrigerios; la chica sólo sonrió, se enjugó una lágrima y partió feliz a su hogar. Al final, llegué sin nada a mi casa.
Mi niño invitado, después de bañarse y estrenar una ropita que le regalaron mis hijos, platicaba feliz con ellos. El tiempo transcurría, y Dios no llegaba.
Se sirvió la cena, y ahí estaba su lugar vacío, donde senté al niño. Mi familia estaba orgullosa de mí, pues creían que esa era la sorpresa, pero en realidad era otra.
Dios nunca llegó y, antes de dormir, me encerré en mi cuarto y le reclamé sollozando:
-Dios, tu me prometiste que cenarías en mi casa ¿por qué hiciste esto, por qué me fallaste?
Y Dios, con su voz hermosa me contestó:
Hijo mío, yo cené en tu casa y siempre estuve a tu lado: cuando compartiste el pan con aquella viejecita de la tienda y ayudaste a cobijar a esa pobre jovencita ¿acaso no la recuerdas?
-Pero Dios, no te vi -respondí.
-Estuve disfrutando contigo la dicha de tus padres, tus amigos, tu familia, jugando con tus hijos, compartiendo el orgullo de tu familia por ti, y claro que cené con ustedes.
-Pero no te vi -volví a responder.
-¿Recuerdas aquel niño al que invitaste a cenar, y sentaste en aquel lugar vacío?
-Sí.
-Pues ahí, en él estuve yo.
Rápido, corrí a ver al niño invitado y, sorpresivamente, ya no estaba; desde entonces, cada Navidad invito a un niño a cenar a mi hogar. Juntos nos divertimos, y rezamos el "Padre nuestro".
No olvidemos que Dios siempre llama a nuestra puerta.
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