No salgo en Semana Santa a ningún lado; rancho no tengo como para irme a meditar en la pasión de Jesucristo o por lo menos alejarme de los distractores como la televisión o el internet. Tampoco voy a la playa ni a cualquier destino turístico en estos días, pues precisamente en la Semana Mayor, las carreteras y las ciudades paradisiacas están atiborradas de gente y vehículos y además me parece incorrecto dar rienda suelta a los placeres justo cuando Jesús murió en la cruz hace 1980 años (si murió a los 33, 1980 más 33 da 2013, ¿no?).
Lo malo es que quedarse en la casa tampoco es muy antojable que digamos, pues en la tele no hay nada, más que películas viejísimas con temas religiosos; no hay tampoco tiendas abiertas como para desquitar y gastarse el dinero que se pudo haber empleado en un buen viaje a la playa, es más, tampoco hay un lugar decente donde vendan un buen corte de carne o por lo menos unos taquitos, pues la vigilia no deja, aunque la cuaresma ya se haya terminado y lo único que obliga la religión es el ayuno en viernes santo.
No hay mucho para hacer en jueves y viernes santo, más que esperar a que pasen las horas y con suerte distraerse con alguna actividad en familia, arreglando algún desperfecto de la casa o el carro o sacar adelante algún pendiente postergado desde hace mucho.
Claro que se puede hacer la visita a los siete templos, ir a dar el pésame a María o presenciar el viacrucis, pero sólo es un rato y se tiene el resto del día sin saber qué hacer.
Sería difícil estar en la playa, tomando una cerveza y ver mujeres en bikini pasar y al mismo tiempo pensar en todo lo que sufrió Jesús para salvar a la humanidad.
Pero, en los ranchos, como le hace mucha gente, tampoco se puede meditar mucho que digamos. Una vez fui invitado a un lugar de estos en viernes santo; faltó poquito para que se convirtiera en jolgorio todo aquello pero lo que hubo distó mucho del recogimiento y la pena.
Para matar el tiempo, todos estaban jugando al dominó, el fútbol o cualquier otra cosa que hiciera menos aburrido el día y en cuanto llegó la comida, kilos y kilos de ceviche y cartones de cerveza, todo mundo suspiró de alivio.
Por ahí decían que estaba penadísimo prender la radio en los ranchos el jueves y viernes santo, que todo mundo hablaba en voz baja y utilizaban el menor número de palabras posibles y hasta a los caballos les ponían trapos en los cascos para que no hicieran tanto ruido.
Eso, hace años que se hacía así, según contaban los más grandes, pero a los jóvenes o los que no somos tan viejos, no nos consta, quién sabe qué le contemos a nuestros hijos y nietos en el futuro para sosegarlos y tratar de que lleven una vida ordenada.
En fin, como este periódico saldrá impreso en sábado de gloria, donde todo mundo habrá sobrellevado la pasión de Cristo de alguna u otra forma, ojalá nos hayamos portado más o menos en estos días, donde a lo mejor fuimos al rancho pero de todas maneras nos distrajimos -y los que fueron a la playa ni siquiera pensaron en que había que guardar-.
Es imposible guardar esos días como se hacía o se contaba que se hacía antes, pero si sirvió para que durante unas horas no nos enojáramos, no abusáramos o cometiéramos excesos o hasta nos abstuvimos de hacer actividades ilícitas, pues ya fue ganancia y creo que el Señor, aunque no nos hayamos acordado de él, nos lo ha de haber agradecido.
Y si fuimos a la iglesia, rezamos, le dimos el pésame a María o algunas de esas actividades religiosas hicimos, pues muy bien, de eso se trataba la Semana Santa.
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