Libertad 103


Por Gonzalo “Chalo” de la Torre Hernández
chalo2008jalos@hotmail.com

San Miguel el Alto, Jal., calle libertad 103. Al pasar frente a este domicilio, no llama para nada la atención la muy modesta fachada con una puerta metálica enclavada en un muro sin enjarrar, con su ladrillo aparente, de una anchura que no llega a los dos metros pero que deja entrever que aún es solamente un pasillo que conduce a una morada que probablemente habita una familia llena de amor.

     Desde hace décadas desconozco quién habite ese pedacito de terreno y a quién pertenezca. No importa en realidad. Hace unos cuantos inviernos ese pasillo estaba entre una cerca de cantera rosa no labrada y una pared de adobe de una casa vieja no habitada, que servía de marco y soporte para una infinidad de plantas de las más variadas especies: Enredaderas, orquídeas, yerbabuena, cilantro, té de limón, manzanilla, flor de perritos, el oloroso orégano, y otras desconocidas entre las que llamaba poderosamente nuestra atención una a la que llamábamos planta de huevo, por la forma y color de su fruto (o flor, nunca supimos de qué se trataba) que era exactamente de la forma y tamaño de un producto de gallina.

     Al grito de: ¡abuelita, quiero aguita!, llegábamos una pequeña turba de nietos con la alegría que da la certeza que al traspasar el umbral de una vieja puerta de madera deslavada y un poco carcomida, íbamos a recibir algo muy hermoso y valioso: todo el amor de mi abuela Petra y de mi tía Lola, quien nunca se casó y estaba llenísima de amor para los numerosos sobrinos.

     Al final del pasillo, estaban los cuartos de adobe que se iluminaban con velas de cera o aparatos de petróleo y que daban una calidez nocturna, muy placentera para el descanso corporal y del espíritu. Junto, en ese pequeño espacio para tan grande corazón, estaba la indispensable cocina con su fogón y sus correspondientes tenamaztes, sus paredes tiznadas y el olor característico de la leña quemada que evoca inevitablemente la feliz época de la infancia y el aroma campirano que da sabor a la vida.

     Y hablando de sabor; imagine usted a mi abuelita con sus manos llenas de artritis y de cariño, torteando la masa para echar al comal de barro esas ricas tortillas y aquellas gorditas de masa untada con manteca cruda con unos granos de sal y una cucharada de chile de molcajete. Desde luego, no podían faltar los clásicos frijoles de la olla y un  jarrote de agua de cántaro. 

     Ese herbóreo pasillo, era el abastecedor de cuantos tés pudiese imaginar; había para todos los gustos. Era el arco de bienvenida a quienes se acercaran a ella. El pasillo y las plantas parecían decir: vengan con la abuela, todos aquellos que quieran recibir una dosis de felicidad infinita.

     Siendo sus nietos no precisamente los más calmados de los niños, llegábamos a enfadarla con nuestros gritos y travesuras; ella calmada y tranquilamente, se deshacía de nosotros con una frase llena de sencillez y que no aceptaba objeción; ¡sáquense a descular hormigas!

     Y le hacíamos caso. Odedecíamos de inmediato, ya que  la calle de las orillas de la población, estaba plena de hormigueros y había material para la obediencia de esa orden.

     Su eterno par de trenzas, enmarcaban un rostro con las huellas de los años y de la dura brega diaria, con la mirada decidida y fuerte, dispuesta a darse completa a su familia. Jamás le escuché queja alguna de sus dolores físicos; quizá la fuerza de su amor era más fuerte que su dolor. Nosotros sólo recibíamos el tipo de amor que solamente las abuelas son capaces de dar.

     Seguramente muchas personas habrán tenido una abuela así o parecida a quien describo. Con sus diferentes formas de ser, todas las abuelas son iguales. Son el ícono de la bondad y al mismo tiempo de la reciedumbre para guiar un hogar. Las abuelas son y seguirán siendo una bendición y un refugio solapador ante las “injustas regañadas de los padres”. Un asilo seguro para el alma contrita de un niño regañado que encuentra un ángel y bajo sus alas se dispone a cumplir su misión de infante: ser feliz.

     Sea este un homenaje para todos los abuelos y abuelas del mundo. Desde luego recuerdo a mi abuela María: la mamá de mi papá. Ese es otro capítulo.

     Esa propiedad que aún ostenta en su exterior el número 103 es un misterio de sus condiciones actuales. En ése entonces de la niñez, era una de las pocas casas de la orilla de tan sonriente población alteña, rodeada del campo y al olor ranchero de vacas, gallinas, zenzontles cantadores y otros animales. Solamente la casa de mi tía Luz era un poco más alejada.Era la última casa de una polvosa calle donde se iniciaba el camino para ir caminando al cerrito de Cristo rey.

     Ahora la mancha urbana ha engullido ese pequeño trozo de tierra y el pavimento suplió esos empedrados polvosos pero románticos caminos. Pero ni el progreso, ni los años, ni las altas construcciones que le rodean, han tapado eso tan hermoso que nos dió y permanece entre nosotros: el amor familiar para abuelos, padres, tíos, primos y sobrinos.
     Ahora  muchos de los entonces niños, ya somos también abuelos. Pero créame, al recordar a nuestros abuelos y abuelas, seguimos siendo niños.     

   

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