En la Universidad de Chicago hay un gran reloj del fin del mundo. Las 12, medianoche, es la hora del final. Es la hora de los enemigos descritos en visiones codificadas, pero que encarnan seres reales y acontecimientos actuales. Es un recordatorio para la humanidad.
Los hombres son los que pueden acelerar este reloj y hacer que den las 12 antes de tiempo. Los relojes que llevamos en la muñeca son los que nos dicen el presente, los que marcan la rutina de cada día: hora de levantarse, hora del trabajo, hora de las comidas, hora de… todo previsto y programado.
Pero no me negarán que en este trajinar, obedientes al reloj, son muchas las cosas que nos sobrevienen que no habíamos previsto. Suceden sin más: los accidentes, las enfermedades, las nuevas amistades, los abrazos no esperados, los fracasos, la naturaleza desatada…
Predicar sobre el final, además de ser difícil es imposible, se nos antoja innecesario. No nos dice nada, sólo nos ofrece poesía, visiones y sueños. Nadie sabe la fecha, ni día ni hora. Como ignoramos el cómo y el cuándo del principio de la creación, nos desentendemos de su final por la sencilla razón de que todos sabemos que nuestro final está más cerca que el fin del mundo, tenemos que planificar. Planificar la vida no según el reloj humano sino según el reloj de Dios.
Si de veras planificamos nuestra vida según el reloj de Dios, viviremos más tranquilos y seguros, porque Él nunca nos abandona, a veces nosotros somos quienes nos alejamos, pero Él siempre nos busca porque quiere ser el Buen Pastor buscando a la oveja perdida.
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