La fe mueve montañas


En un oasis en medio del desierto se cayó un hombre a un pozo. Nadie pasaba por el lugar y todos sus gritos de auxilio eran inútiles. Cuando ya llevaba un tiempo, el agotamiento lo iba venciendo y apenas si se mantenía florando en la superficie del agua. 


Entonces, en la desesperación se acordó de Dios y le suplicó: “¡Dios mío, sácame de aquí! ¡Dios mío, sálvame! Si me ayudas y sacas de este lugar te prometo que volveré, como cuando era niño, a rezar, ir a Misa y portarme bien”. Dios se apiadó de él y le dijo: -Está bien, te sacaré. 


Y de pronto empezaron los manantiales a verter agua al pozo y a subir el nivel del agua hasta rebosar; entonces el hombre, que aún se mantenía a flote, pudo de esta manera salir.


Cuando ya recobró el aliento, levantando la vista al cielo dijo a grandes voces: “¡Conque me ibas a salvar la vida, eh! ¡Ya, ya he visto cuáles eran tus intenciones! Pretendías ahogarme lo antes posible, ¿verdad?”


Dios responde a nuestras oraciones de manera disimulada y, a veces, incomprensible. 


Nuestra falta de fe nos lleva a no comprender la acción misteriosa de Dios en nuestra vida. La fe es lo que nos permite ver las cosas de Dios como tales. Dios actúa en el mundo de manera callada, discreta, en las cosas cotidianas ofreciéndonos en ellas su amor y su gracia. Tenemos, pues, que descubrir la acción del Espíritu del Señor en la vida sencilla de cada día. Nuestras obras y actitudes son efecto, fruto de esta presencia de Dios, pero no son lo que nos salva, sino que la salvación, la gracia y el amor de Dios es la causa que nos hace obrar conforme al don recibido.


La fe mueve montañas, pero es necesario pedirlo con mucha humildad, porque si nos dejamos llevamos por el orgullo, no conseguiremos nada.

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