En la sala de espera

+ Que asusta la cara de mula

+ Durmiendo junto a la chamba

+ Una hora lloró a moco tendido


Por Fabiola González Ontiveros

Ya me volví viajera frecuente. No tanto por gusto pero lo soy. Para llegar a mi destino de siempre, que es Tepa o Xalapa, normalmente hago escala en el D.F. para esperar el siguiente autobús y seguir mi camino.

Por lo general ando acompañada, por lo que no suelo fijarme mucho en todo lo que pasa a mi alrededor, lo único que hago es subir, dormir, bajar, seguir a quien me acompañe (que suele ser alguno de mis papás), comer algo y así me la voy llevando.

Pero las últimas dos veces que viajé tuve que hacerlo sola, y aunque tenía bastante miedo por no haberlo hecho antes igual me aventé.

Recibí un montón de instrucciones por todos lados para que todo saliera bien y llegara sin problemas, pero la que más me dio risa fue la de mi hermana Gabriela que me dijo: “y cuando llegues a México agarras tus maletas, pones tu cara de mula, esa que te sale re bien, y no le hagas caso a nadie, pero tú ya sabes eh, bien ojete con todos”.

Pues me fui con mi cara de mula desde Tepa, eso fue cuando iba a regresar a Xalapa para terminar el semestre, toda llorosa y con los ojos rojos, pero eso sí, con mi cara de mula para que ni crean que por andar moqueando me iban a hacer taruga.

Llegué a México como burro de carga porque traía dos maletas y una mochila más pesadas que yo, y como ya tenía comprados mis boletos me fui derechito a la sala de espera, no había ningún lugar disponible, así que me senté sobre mi maleta y me puse a comer una barrita que traía por ahí.

Resulta que mi iPod adorado se descompuso y dio sus últimas señales de vida antes de viajar, así que me quedé sin musiquita en el camino y por lo tanto no tuve nada que hacer en el D.F. mientras esperaba a que saliera mi camión. No me quedó de otra más que ver gente, después de todo ahí te encuentras a cada persona…

En esa ocasión eran como las 5 de la mañana y hacía mucho frío, así que todos estaban temblando y medio dormidos, con la cobija encima y el cafecito que no falta, pero yo me quedé observando a un señor que estaba dormido en el suelo.

Estaba acostado sobre un montón de cartones, cubriéndose con una cobijita muy ligera, sin zapatos y hecho bolita, a un lado de las sillas esas donde le bolean los zapatos a los señores. Despertó como pudo para ponerse a trabajar, pero primero guardó todos sus triques. Dobló su cobija y luego uno por uno los cartones, hasta juntar su tambachito, lo metió todo en un balde, bostezando por supuesto. Del balde sacó una bolsa de plástico con los zapatos que se me metió a la fuerza sin intentar siquiera desatar las agujetas. De una bolsa del pantalón tomó un peine y se dio su manita de gato, para no verse como si le hubiera explotado el boiler.

Terminó de guardar todo y también metió al balde su reloj, e inmediatamente le llegó un cliente. Resultó que el bolero era él y rápido que se puso a trabajar.

Me puse a inventarle novelas a medio mundo, ya que eso es lo que mejor se me da, andar inventando cuentos con finales felices, porque soy cursi, qué puedo hacer.

Mi camión llegó y me fui por fin a donde me tenía que ir.

En la última ocasión, este jueves en la madrugada, también me fui sola desde Xalapa a Tepa, llevaba puestas unas botas, un suéter blanco y un moñito en la cabeza, por lo que seguramente pensaron que era una niña consentida o algo así. En cuanto me bajé del camión un tipo hizo una expresión extraña, seguramente de esas guarradas que suelen hacerle a las mujeres, y entonces que volteo a verlo con mis ojos de pistola y le dije: “¿tú qué me ves? A que no se esperaba que le respondiera feo...

Agarro mi maletota y entro al edificio, me ofrecen guardar mi equipaje: “No”, “Hey nena, ¿quieres taxi?” “No”. Siempre con la voz más seca que me salió. Compro mi boleto para Tepa y me siento en la sala de espera, y como queda una hora y media de no hacer nada, saco una torta que me mandó de lonche mi papá y me la empiezo a comer. Duré como media hora con esa torta, porque entre que estaba muy grande y que me ponía a ver la gente pasar se me iban las cabras al monte.

Veía pasar a un montón de gente haciendo nada, los que estaban igual que yo, otros despidiéndose. Una pareja duró como una hora despidiéndose y llorando a moco tendido, el muchacho traía siguiéndolo a un perrito que me recordó mucho a la perra de mi hermano, la Yokas que lo sigue a todos lados sin correa y sin perderse. No podía caminar un paso el muchacho porque ahí iba el perro detrás de él.

Otro tipo con una mochila de esas que se lleva uno cuando va a acampar, con anteojos de pasta negra gruesa y un gorro de duende. “Este es extranjero y no sabe ni qué madres”, se pasó el mismo tiempo que yo estuve sentada deambulando de un lado a otro por toda la sala sin querer sentarse y nomás viendo todo y preguntándole a la mujer de la puerta en qué anden se encontraba su camión y ella que le señalaba, tenía cara de italiano y de que no tenía ni idea de qué estaba haciendo.

Otra pareja de tarugos le metieron dinero a la maquinita de los peluches a ver si sacaban algo, hasta escogieron el mono, se le quedaron viendo un rato antes de decidirse a echarle la moneda, buen chasco se llevaron cuando no sacaron ni madres y yo riéndome sola porque sabía perfectamente que la máquina esa es una estafa, pensé que todo el mundo lo sabía pero me di cuenta de que ellos no.

Otro muchacho sentado cerca de donde yo estaba, con una sudadera azul que hacía juego con su maleta, haciendo berrinche porque ya se había cansado de esperar seguramente, estaba de mal humor, se le notaba, porque de repente bufaba y pataleaba y se recargaba de golpe sobre la maleta, y como que le daba más coraje darse cuenta de que yo lo estaba mirando tranquilamente con mi torta en la mano.

Al lado de mí un hombre que tenía un problema en las piernas, por la forma de sus zapatos supuse que tenía una pierna más corta que la otra pues caminaba con mucho trabajo y con ayuda de aparatos. Tenía una silla de ruedas también, pero escuché que le decía a su esposa todo digno: “mejor pon ahí las maletas, ándale, échalo todo ahí para no estar cargando… nomás para eso sirve la silla, porque para mí no, yo me voy caminando”.

Una muchacha también cerca de mí que no tenía nada que hacer se cansaba de leer y releer su boleto, estaba matando el tiempo nada más, yo me fui y ella nada más no se iba, pobre, se aburrió bastante seguro.

Y no faltó el tipo que, acabando de decir por el altavoz que no le dieran dinero a nadie porque son estafadores, sale, persona por persona, encorvándose un poco, bajando la voz y poniendo cara de lástima, pedía dinero para su pasaje, decía que una monedita, lo que fuera, eso lo escuché, porque cuando llegó conmigo ni siquiera terminó de decirme cuando yo ya le había dicho que no, sin dejar de comerme mi torta, por supuesto.

Por fin se llegó la hora y yo me encaminé a mi destino. Pero un día que viajen y no tengan nada que hacer, diviértanse con la gente, nunca falta algún cirquero dando espectáculo.

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